lunes, 3 de octubre de 2016

ISABEL SOLÁ

He querido demorar estas palabras para cuando ya apenas el eco de la muerte de Isa fuera un vago rumor. Nuestras sociedades occidentales tienden a magnificar y reseñar algunos acontecimientos con tanto énfasis como el que muestran para olvidarlos. Las noticias son pompas de jabón, cuanto más grandes, más se admiran, pero están vacunadas contra el contacto humano y la cercanía cordial; cuando quieres aproximarte, ¡pluf!, desaparecen sin dejar rastro ni memoria. Por eso busco con estas letras devolver durante un ratito más la memoria de la vida entregada y preciosa de Isabel, religiosa de Jesús María, desafiando la ley del olvido actual.


CARTA A LA PERSONA QUE DISPARÓ A ISABEL SOLÁ

No nos conocemos, pero te sé persona, no asesino, y así te sintió Isabel, Isa, que así se llamaba la mujer a la que disparaste.

Me gustaría que estas palabras pudieran llegar a tus oídos, para que sirvan para sanar la herida que mostraste disparando aquel día. Muchos de tus vecinos, familiares y amigos enseñaban a Isa cada día sus cicatrices, su dolor en el recuerdo y el burdo reflejo del miembro amputado. Ella, la mujer que te encontraste conduciendo por el camino, acogía con ternura cada herida, y distrayendo la atención hacia su sonrisa, les hacía partícipes de su vitalidad y su alegría. Y para que marcharan convencidos a sus casas con el hueco de su cuerpo conformado, les contaba su leyenda preferida: no está cojo el que ha perdido un pie, ni manco el que se quedó sin mano; como tampoco es malo el que asesina o hace daño sin motivo. El que se conforma cojeando y maldiciendo por el miembro que nunca más le crecerá ha escogido olvidar su miembro sano. No te quejes por lo que no tienes, sino que busca cada día qué más puedes hacer con lo que posees. Las ausencias no se superan con la queja sino con el recuerdo agradecido.

Ya ves, hermano (pues para un cristiano no hay enemigos), ella te recuerda que ninguna de las vidas que destruyas podrá aliviar tu herida... Recuerda, te podría haber aconsejado ella si la hubieses dejado hablarte un rato, que las dolencias del corazón provocadas por la injusticia y la miseria solo las cura el amor incondicional y gratuito, así, tu herida, se siente acompañada...

Pero tengo en tu contra tu torpeza y tu falta de puntería; ya que te dedicas a algo, hazlo bien, por pura honestidad y dignidad personal. Quisiste robarle, sustraerle algo que para ti era valioso, y llevándote la ganga, olvidaste el metal precioso. Quizá te faltó aproximarte un poco más, mirarle a los ojos, descubrirte pequeño en el reflejo azulado de su cristalino y sentir que te amaba como a tantos hermanos y hermanas tuyos por los que se levantaba cada día. No te juzgo, ¡asesinamos tantas veces por no querer acercarnos!, pero dejaste en aquel carro lo que tu corazón andaba anhelando.

¡Vuelve! Regresa al lugar donde te encontraste con ella y róbale lo que sin duda te hubiese obsequiado: su vida entregada. He de decirte, no por hacerte daño sino por hacerte libre, que has robado la esperanza a muchos niños y niñas que vieron cómo Isa les devolvía la sonrisa borrada por el horror del terremoto y la injusticia de la pobreza. Aquel bolso que te llevaste con la avidez de la conquista injusta, tenía en su interior las llaves para liberar muchas vidas truncadas; si no eres capaz de devolverlas (pues ya poco podemos hacer con ellas), quizá puedas terminar lo que Isa dejó prematuramente inacabado. ¡Sé hombre! No me interesa conocer tu rostro, ni el color de tus ojos ni siquiera tu nombre, pero devuelve lo robado. Haz con tu vida un motivo para que otros no pierdan la esperanza, se abran de nuevo a la vida y aprendan que la senda que tú tomaste, solo es reguero residual que acaba en el estercolero. Y si para ello necesitas el perdón, ¡acógelo sin miedo! Isabel no puede desdecir con su muerte lo que practicó en su vida.

Querido amigo, que cuanto más te escribo más cerca me siento de tu dolor y de tu vida zarandeada, aunque imaginarte suscita en mí no pocos mecanismos de rabia y enojo por la pérdida de la amiga, rezo por ti para que la muerte que has dado a Isa no sea tu condena sino tu posibilidad de empezar de nuevo, de redimirte como persona.

Si algún día llegan a ti estas palabras, y al leerlas sientes que algo se mueve en tu interior, te animo a que te sientes en un lugar solitario, tranquilo y silencioso, y trayendo a tu mente la imagen de Isa sonriendo, te dejes seducir por su delicado canto hasta que gane tu corazón y te susurre con cariño: "Te quiero haitiano, te quiero y te perdono".



viernes, 19 de agosto de 2016

Biografía del silencio

¿”Biografía del silencio” o “Autobiografía del silencio”? O quizá, “Biografía de mi silencio”. Así jugué yo con los posibles títulos que busco siempre a los libros que leo. En ocasiones siento la terrible necesidad de tirar el volumen al autor tras su lectura, no por el contenido (alguna vez) sino por atentar contra su propio libro con semejante título. En esta ocasión lo vi 'orientado' pero había algo que me dejaba intranquilo: "Una biografía es algo muy personal; hacerla de una experiencia universal me resulta algo pretencioso", pensé. Por eso, surgió lo de la 'autobiografía', pero me resultaba todavía más invasivo. Así que pensé en el autor, en su recorrido, en la experiencia plasmada en estas líneas y vino en mi rescate el posesivo. Sí, 'su' experiencia del silencio quedaba perfectamente evocada y transmitida. Su vida se convertía en invitación. Por eso, en mi último ejercicio creativo con este libro, lo rebauticé: Biografía de mi silencio. Gracias, Pablo, por TU silencio.


Terminar Biografía del silencio, de Pablo d´Ors, me ha dejado una sensación de serenidad francamente deliciosa. No de plenitud, no de apabullamiento, no de grandeza ni de éxtasis. Solo serenidad.

Se trata de un libro pequeño; casi parece una agenda de esas que se suelen llevar en el bolso para anotar las tonterías y las cosas importantes. Cuando me lo regalaron, así sin esperármelo, no le di demasiada importancia. Sí sabía que sería un buen libro por el amigo que me lo regaló, pero su tacto, su portada, su estructura… pues no me atrajeron mucho, la verdad.

Lo empecé, como ávida lectora, devorándolo cual novela al uso. Y Carles me advirtió: “es un libro para leerlo despacio; no tengas prisa”. Mi respuesta: “lo leeré como yo quiera y luego ya veremos”. Para variar, marcando territorio. Con estas palabras reconozco que él tenía razón. Pero tanta que, aun esforzándome por hacerlo a mi manera, no lo he conseguido: el libro no se deja leer rápido. O a mí, en concreto, no me ha dejado hacerlo así, a pesar de mi fuerza de voluntad.

Lo he ido saboreando a ratitos cortos, porque las reflexiones no pueden leerse de cualquier manera. Hay frases con tanto contenido que, por breves que son, es necesario releerlas. Y volverlas a leer… Al terminar una o dos meditaciones, la mente queda tan reflexiva que no apetece continuar; realmente vale la pena cerrar el libro, deleitarse con las palabras y saborear el siguiente fragmento otro día, para empaparse de verdad de su sentido.

Así pues, tras un mes de lectura, cierro hoy sus páginas tranquila y con una sensación un tanto extraña. Este libro no me ha llenado como lo han hecho otros, pero sí me ha dejado un sabor de boca especial: el inicio de algo, no sé exactamente de qué; la inquietud de búsqueda, aunque tampoco podría decir qué quiero encontrar; la necesidad de calma, eso sí lo tengo claro. Y la certeza de que hay que vivir, sin ninguna duda. El autor explica en el libro algo así como que la vida no es un cúmulo de experiencias, sino la vivencia auténtica de las experiencias que tengamos. Más o menos. He resistido la tentación de buscar la cita exacta porque prefiero plasmar mi percepción y degustarla, aunque no se corresponda exactamente con lo que dice Pablo d´Ors.

Justo en verano, un momento del año en que casi todos deseamos vivir a tope, desconectar, hacer cosas, aprovechar el tiempo, hacer más cosas, salir, organizar encuentros… llega el final del libro y me serena. Inevitablemente me hace remontarme a algunos veranos en los que he deseado ser como los de los anuncios de Estrella Damm por lo menos: amigos, mar, fiesta, música, amor y, por supuesto, cerveza. Y esto está bien, muy bien, diría yo. Pero lo otro también: parar el motor, sentarse, relajarse, escuchar, dormir, pasear, hablar, rezar, tener tranquilidad, ir despacio y, de tanto en tanto –según el aguante de cada uno-, hacer silencio. Por dentro y por fuera. Para cargar pilas de verdad y ponerse en marcha después.


Lo curioso del caso es que he necesitado escribir esto poco después de terminar el libro. Quizás, siguiendo el título, debería haber hecho silencio. Ese pensamiento me ha paralizado unos segundos, pero no me ha impedido actuar. Porque quiero dejar constancia de esta agradable sensación de serenidad y calma, para poder releer estas palabras e intentar rescatar esa paz interior cuando los tiempos vividos estén marcados por el ritmo del ruido y la ansiedad; que llegarán, seguro. Y porque he reaprendido que nunca es tarde para empezar; así pues, para hacer –o continuar haciendo- silencio, tengo el resto del día, y el resto de mi vida.



viernes, 22 de abril de 2016

Tres recomendaciones y un consejo


Ya ha llegado el día del libro. En mi colegio lo hemos estado preparando de forma especial, eligiendo la ambientación de las aulas y pasillos, organizando concursos de relatos, pensando un hastag molón para difundirlo en las redes sociales…

Y todo eso está muy bien. ¡Incluso fenomenal! Pero este año vuelvo a un básico, que sigue funcionando a la perfección a pesar de los años, de su sencillez y de su uso y desuso: las recomendaciones personales de lectura que te hacen en un café, en una cena, o te regala un amigo porque, al ver el libro, ha pensado en ti.

Sin preámbulos innecesarios (hoy estoy en plan “directa al grano”), mencionaré los títulos, los autores y la persona que me hizo la recomendación, a modo de dardo certero, que apunta y va directo. Y acierta, por supuesto. Acompañada de un guiño de agradecimiento y complicidad. Así ocurre siempre que compartes lectura con los demás –quien lo probó, lo sabe, como dijo Lope en su famoso soneto de amor-.

En orden inverso a la lectura, mi primera recomendación es Música para feos, de Lorenzo Silva. Se trata de un préstamo directo de mi compañera y amiga Ana, sin petición previa. Ella, que me conoce bien, sabía que necesitaría leerlo en algún momento de las vacaciones de Pascua, y que me gustaría mucho. También sabía que me engancharía a la manera de narrar de Silva, que me sentiría atraída por la situación vital de los personajes, por la historia de amor tan peculiar y poco convencional que cuenta y que disfrutaría con la banda sonora que propone el autor. En Spotify hay lista de reproducción. Es una combinación de propuestas dispares como la vida misma, de varias épocas, de música para bailar y para relajarse, para acompañar la presencia y la ausencia de la persona amada… Si no la lectura, la música al menos sí.

En segundo lugar recomiendo La vida es una verbena, de Lucía Be, por sugerencia de Paloma. Descubrí a la autora gracias a mi amiga, en Instagram, por sus fotos de perfil de whatsapp. Me llamaban la atención los dibujos y los mensajes, muy positivos, muy enérgicos, pero muy sencillos. Como el cumpleaños de Paloma es en diciembre, compré dos ejemplares en la web oficial de la autora: uno para ella, de regalo, y otro para mí. Así teníamos las dos el mismo libro como cuando de adolescentes teníamos la misma agenda, el mismo cinturón o el mismo desodorante. Se trata de un libro ilustrado, fresco, vital, que inyecta energía por todos los poros de la piel. A pesar de su aparente superficialidad, lo recomiendo porque te enseña cosas tan útiles y necesarias como son confeccionarte un buen fondo de armario, ser positiva ante las circunstancias adversas, leer a Jane Austen y disfrutar de la vida sin tapujos, subida a unos buenos tacones y con una copa de cava en la mano. Con todo, no es solo una lectura para chicas; algún que otro amigo se ha atrevido con él y ha sentido ese buen rollo que transmite Lucía Be. Se lee fácil, rápido y vale la pena.

Por último, invito a leer El libro secreto de Frida Kahlo, de Francisco Haghenbeck. Este es un regalo de mi amigo Vicente, que viajó a Méjico en verano y, al verlo, pensó en mí; porque le pedí un libro, el que quisiera, para recordar su viaje. Él, que no estaba muy seguro, apostó y ganó. Solo la portada ya es deliciosa, con la imagen de la pintora en blanco y negro, rodeada de vegetación fuertemente coloreada. Atrae leerlo. El libro es una biografía novelada de Frida, inspirada en el Libro de Hierba Santa, una pequeña libreta de la autora en la que escribía su colección de recetas de cocina dedicadas a la Santa Muerte. Todos los episodios terminan con una recomendación culinaria, curiosa al menos por los ingredientes para aquellos lectores que, como yo, no disfrutan de la cocina. Para leer este libro secreto no importa que te guste la pintura, no importa que te caiga bien Frida Kahlo, no importa que conozcas la cultura o el contexto mexicano de la época de la artista. Lo necesario es querer disfrutar de una historia peculiar, auténtica, radical y extrema; de una historia de sufrimiento y placer, de ficción y realidad, de amor y dolor, de arte y fealdad, de fuerza y debilidad, de vida y de muerte. De hecho, con esta frase tan contundente invita la sinopsis a su lectura y a la vida: “Ten el coraje de vivir, porque cualquiera puede morir”. Y por eso, ha ido pasando de mano en mano entre mis amigos y lectores empedernidos. Tanto, que desde el primer préstamo (y vamos ya por el cuarto o quinto) aún no ha vuelto a casa. ¡Y que tarde en volver porque su sitio aquí no se lo quita nadie!

Así pues, para celebrar este día, además de leer, podríamos recomendar, y escuchar recomendaciones, sacar nuestra libretita real o imaginaria y anotar esos títulos que, por consejo de los que tenemos cerca, pueden seguir alimentando nuestra mente, nuestra alma, nuestra sensibilidad y nuestra vida.

Y un consejo… ¡Contemplemos la vida! El día del libro podría subtitularse: el día de la contemplación, de la mirada humana que desgaja hasta el centro la esencia de lo creado. Leer nos humaniza, porque la lectura es la contemplación que otros hacen por nosotros, y, ¿por qué no hacerla nosotros mismos? Escribamos nuestros relatos, a modo de historias que regurgitan en nuestra mente en un paseo por la playa o el monte. Escribamos poesía mientras pelamos una patata o escuchamos el rumor del agua hirviendo legumbres y vegetales. Atrevámonos a poblar servilletas en el café de media mañana con cuatro imágenes divertidas sobre lo vivido ese día… Contemplemos nuestro mundo y expresémoslo con los garabatos vitales que engendran, como dioses creadores, paraísos e infiernos; civilizaciones y paisajes; besos imposibles e instantes hilarantes… Leer es contemplar, y contemplar, vivir. ¡Vivamos, pues!


¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!


domingo, 6 de marzo de 2016

Carta de amor sobre el amor...

Querido nieto:

Este sencillo encabezado supuso durante muchos años de mi vida el inicio de muchas vidas, de historias de odio y miel, de bellos encuentros y de separaciones para siempre. Querido... Querida... fue el inicio de muchas de las cartas que escribí y que todavía hoy, si las continúo con ciertos nombres, me encogen el alma hasta licuarse en lágrima...
Te quiero escribir a ti como escribí a tu abuela cuando apenas ocupabas la ciencia ficción adolescente en el pensamiento fugaz de dos enamorados. Porque sí, tu abuela y yo fuimos dos enamorados, intensa y brutalmente enamorados. Y por eso te escribo esta carta.
Estos días he tenido la suerte de pasar mucho tiempo contigo, bueno, con tu móvil y contigo. Reconozco que los primeros días me sentí burlado, inquieto e incómodo, pero desde que decidí ver tu iPhone como parte de ti mismo, como veía tu mano o tus ojos, todo cambió para mí. Que tus dedos pulgares cobraran el protagonismo, al final fue como verte pestañear, y acogí que mirar de frente a la persona que os habla os cuesta tanto como a mí mirar a mi padre cuando me gritaba con ira. He aprendido a hablarte como si estuvieses castigado; e incluso, verte con la cabeza siempre gacha, ha despertado en mí un no sé qué de ternura, como un reconocimiento de tu inocencia culpable.
Pero no te escribo para hablarte del móvil sino de tu vida, de la vida.
Agradezco el esfuerzo que has puesto para explicarme cómo te relacionas por el -no sé si sabré transcribirlo- guasapts, y ¡con qué facilidad lanzabas besos, sonrisas y corazones según fuese tu interlocutor/a! Pues con toda esa facilidad que te da para relacionarte y la inmediatez para conectar, me quedo con las cartas, la llamada de teléfono y el café o la cerveza compartida en una mesita de bar de esquina. Pero tampoco es este el motivo de mis letras. He querido escribirte porque me has contado que 'te has enamorado'.
Si no recuerdo mal me has dicho que la conociste hace dos semanas, que habías guasa... ¡eso! Mucho, y que la querías. Me incomodó que fueras tan explícito y sincero en la descripción de tus encuentros (tres creo que dijiste) y la intensidad de los mismos, y agradezco tu sinceridad, envidiable, pero no logro quitarme la tristeza de encima, pues has vivido en apenas catorce días lo que yo descubrí y coleccioné pacientemente durante tres años. Me cuesta imaginar lo que será de vosotros dentro de un año, o tan siquiera unos meses... Pero me he propuesto no censurar, sino compartir una experiencia, abrirte los ojos a otra realidad que desearía que acogieras como el detalle cariñoso de tu abuelo...
Antes, nos escribíamos cartas. Llegar a tener la dirección postal de una persona a la que escribir había supuesto un largo tiempo de acercamiento, conocimiento y paciente espera. No era algo desagradable, aburrido o inquietante; al contrario, cada día suponía un centímetro más de aproximación, y cada centímetro, un sentimiento nuevo, una conquista, una razón para seguir viviendo. Un día, un centímetro. Otro día, otro centímetro. Y de esta manera los días se convertían en oportunidades únicas para seguir avanzando. Los días lluviosos o fríos ocasionaban una ralentización del proceso. Y miraba cada nube para entrever alguna rendija de sol, alguna señal lejana que anunciara que más pronto que tarde acabaría escampando. Entonces, mirar al cielo, siempre era para pedir un nuevo milagro... Que te permitiera avanzar un nuevo centímetro. Te resultará ridículo, mas si intentas aproximar tu dedo índice y pulgar y separarlos 10 milímetros, te parecerá una medida insignificante, pero uno tras otro ininterrumpidamente, acababan creando metros, y un metro es una distancia estratosférica entre tú y la mujer que amas.
Días, semanas, meses de excitantes centímetros daban a nuestra vida la oportunidad de hacerla única, el entusiasmo de querer vivirla cada segundo, pues nunca sabías en qué momento avanzabas ese breve espacio hacia la mujer que deseabas. Los días no eran aburridos ni sosos, ni largos ni tediosos..., eran centímetros. Y tras una larga espera de unos cuantos metros, de manera inesperada, en una conjunción interestelar fuera de todo pronóstico, lograbas que te diera su dirección completa, que era el permiso para entrar furtivamente en su casa y en su vida... ¡Ah, amigo! ¡Cuánto siento que no vivas lo que supone escribir y enviar una carta! Te escribo y me empieza a temblar el pulso, y no por Alzheimer alguno.

Para escribirle una carta me pasaba varios días ensayando frases en mi cabeza. Cuando alguna sonaba muy redonda, la repetía como una letanía para no olvidarla antes de plasmarla en el papel. Pensaba el momento para hacerlo. Escribir una carta requiere de un tiempo, un espacio y un estado de ánimo concreto. No se pueden escribir cartas en cualquier momento ni en cualquier lugar, pues acabas rompiendo más que componiendo. ¡Si hablaran las virutas de goma que limpiaban las malas frases hasta cansar la resistencia del papel!
Yo escribía siempre de noche. Necesitaba poca luz y un lugar estrecho. Era como sentir la apretura de dos cuerpos en uno, me daba intimidad. Iniciaba y casi escribía de golpe. Brotaban las palabras y las frases y no me gustaba volver a leerlas por si me arrepentía de lo que decía. Mientras iba esbozando adjetivos que aludían a su mirada, a sus manos, a su sonrisa, a su pelo,... las imágenes se agolpaban en mi mente y me la representaba de mil formas. En esos instantes, tener una imagen, una fotografía suya, hubiese empobrecido el momento.
Normalmente escribía dos hojas por delante y por detrás, las doblaba en cuatro partes y las introducía en el sobre. Cuando estaba a punto de pasar la lengua por la banda de pegamento, se me ocurría meter alguna cosa más (una estampa, un dibujo, un separador de libros...) y la cerraba. Nunca ponía sus datos hasta que la tiraba, pues temía que alguien la viera y me delatara. Así que antes de echarla en el buzón (más de una vez iba a la misma oficina central de Correos para que llegase antes), escribía su dirección y de remite, un puntito. Ella ya sabía...
Desde ese instante, se abría un tiempo que nunca más he vuelto a vivir: intenso, emocionante, expectante, embriagador... Contaba los días que tardaría en llegar. Me imaginaba el momento en el que la recibiría y se pondría a leerla. ¡Cuántas veces me la imaginé nerviosa, inquieta, llevándose la carta al pecho abrazándola en secreto...! Imaginármela era reescribir tres o cuatro veces la carta... Y entonces, se iniciaba el tiempo más denso y maravilloso de los que he vivido nunca: la espera de su respuesta. Esperar una carta es como estar jugando la final de un torneo deportivo; saberte ganador y estar esperando el instante mismo en el que señale el árbitro el final para poder celebrarlo, es recibirla. Vives con una inquietud saludable que te hace anhelar el día, y la tarde, y el día siguiente... No es ansiedad, es puro y estructural deseo. Anticiparte al buzón de casa para que nadie lo mire antes... Mirar con disimulo pero con destreza entre las cartas que papá dejaba en el mueble de la entrada... Y siempre, de una manera mágica y fascinante, el momento de la carta lo intuía, precedido por un 'olor a ella'. ¡Ay amigo, el olor! Realmente no estás enamorado hasta que al reconocer su aroma en cualquier lugar, no se te viene repentinamente su figura entera como una aparición. El aroma de la mujer que amas es como el olor de un buen guiso, incrementa el deseo y alimenta tanto como su sabor. El día que llegaba la carta, olía a ella desde la mitad del trayecto de la escuela a casa. Entraba excitado y veía que la habían separado y puesto en un lugar para que la viera (dentro de lo que cabe lo respetaban a uno). La tomaba muy pacientemente, la sopesaba (cuando el sobre estaba acolchado la felicidad era mayor, porque era más larga la carta) y la olía. Nunca la abría a la primera. Leer la carta de una amada requiere su tiempo y su lugar. Y me encantaba demorar su lectura para acrecentar y provocar el deseo. La escondía y marchaba a hacer otras cosas (pero solo la carta ocupaba realmente mi mente y mi corazón). Me gustaba leerlas por la noche. Me tumbaba en la cama, doblaba el almohadón y buscaba algo afilado para rasgar el sobre certeramente. El sobre a un lado, y una primera mirada a toda la carta (¡dos folios y medio!). Y comenzaba a leer. Me paraba, repetía mentalmente alguna de las frases y me imaginaba el tono de su voz como la banda sonora de una película. Leía, paraba, miraba al techo, cerraba los ojos, sonreía... Cuando veía que sus palabras ganaban intensidad, hacía puntos en vez de comas, pausas prolongadas que aceleraban el ritmo de mi corazón hasta la taquicardia... Aquello era alimento recio y sólido para mi enclenque espíritu adolescente y mi corazón enamorado. Construíamos sobre fuertes fundamentos nuestro amor, carta a carta, sin restar ni un ápice la intensidad de los sentidos. Dudo que abrazarla y besarla en uno de esos momentos hubiese incrementado en algo mi felicidad y satisfacción. Y cuando llegaba el final de la carta, me incorporaba, me acomodaba bien sentado en el colchón apoyando la espalda contra la pared, y leía casi susurrando sus últimas palabras... Llegado a este momento, el 'te quiero' de despedida era el paisaje más conmovedor jamás pintado. ¡Qué intensidad! ¡Cuánta vida!
No, querido nieto, no envidio tu iPhone, ni el guasap, ni tu facilidad para hacer del sexo tu bandera de conquista. No cambio la espera por lo inmediato, ni el lápiz por el pulgar, ni el papel por la pantalla. Sinceramente, querido nieto, le pido a Dios que no permita que marches de esta vida sin haberla gustado en vez de consumido, experimentado en vez de vivenciado, sentido en vez de aparentado...
Y cuando vuelvas a enviar un corazón a otra persona, recuerda antes las palabras de tu abuelo, que nunca amó por encima de sus palabras, ni escribió dejando a su corazón de lado.
Y te dejo para otro día, el éxtasis de una caricia, la experiencia mística de un beso y la tierna e íntima verdad de dos cuerpos que se descubren uno.
Te quiere,

                                                                     
Tu abuelo.