lunes, 15 de enero de 2018

Deseos son amores...

Revisando otros blogs esta mañana ha resurgido la intención de escribir un compendio de buenos propósitos para el año nuevo. Pero no ha colado hacerlo tal cual, porque una quiere ser un pelín original y he visto muchas listas publicadas a lo largo de estos años en diversos medios. Quizás el propósito más genuino, por ser el menos publicitado -pensaba yo-, es seguir siendo como una es; tampoco son muy populares “seguir manteniendo con ilusión esos propósitos que llevan años sin cumplirse” y “mantener los sueños de niña que nunca, o casi nunca, se han llegado a materializar”. Uno muy famoso es “no hacerse propósitos de año nuevo porque no se cumplen”, pero pedirme ese me resulta, casi casi, antinatural por mi manera de ser. Un año nuevo, cuanto menos, es una oportunidad, y no estamos para ir desaprovechando motivaciones que nos pueden alegrar la vida.
Este año me apetece ir más al cine. La última vez que fui, con una amiga, fue pensado y hecho; a ver una peli española famosísima que tenía que ver sí o sí porque había hecho promesa. ¡Al menos llegarán los Goya y habré visto una de las nominadas!
También quiero escribir ficción. Lo intentaré con humildad y vergüenza, pero no quiero renunciar a uno de mis sueños más constantes y potentes de la infancia y madurez. ¡Ya veremos qué sale!
Me gustaría hacer algún viaje memorable, porque el 2018 será un año significativo en mi biografía, pase lo que pase. O celebrarlo con algún acontecimiento especial, no grandioso, pero sí con las personas a las que más quiero y me quieren.
Quisiera que este año me sorprenda con visitas inesperadas, hechas o recibidas; con lecturas apasionantes de las que marcan la vida; con canciones bonitas de las que me obsesionan unas semanas y no paro de escuchar y bailar. Tras ese tiempo, quedan incluidas en mi lista de éxitos de Spotify, para no arrinconarlas en el baúl de los recuerdos.
Pero lo que más deseo es tener tiempo para no hacer nada más que lo que me apetezca: un poquito de deporte, estar con mi familia, leer o ver la tele sin remordimientos de conciencia. Dormir como si al día siguiente estuviera toda la faena hecha. Salir en general, a pasear, a cenar, a comprar… ¡Y tiempo para derrocharlo! Con esas personas que llevan tantos años conmigo que, a veces, se sienten como “abandonadas” por exceso de confianza, porque tienen una amiga tan ocupada que, como mucho, responde a los whatsapp y les escribe postales de Navidad; y que esperan, como hacemos todos en los momentos complicados, que vengan tiempos mejores para encontrarnos y compartirlos. También con esas personas, desconocidas quizás, con las que repartir los dones recibidos, sin esperar nada material a cambio, pero que agrandan la vida y el corazón de una.
Por último, deseo para el año nuevo que, si no soy capaz de cumplir estos propósitos -que es probable- NO PASE NADA. Que no me canse de intentarlo cada día (¡ojalá!). Pero, si llegado el final de año, cuando eche la vista atrás, no he llegado al nivel óptimo de cumplimiento, que no sienta ni ápice de tristeza por mi fracaso; solo ganas de llenar la copa de cava y brindar de nuevo por una puerta de oportunidades que se abre.

Y puestos a desear, yo deseo sentir lo que no me atrevo a sentir, vivir lo que no me permito vivir, decir lo que esconde mi corazón, ver lo que la vista no alcanza a vislumbrar, soñar lo que es posible soñar, escribir lo que las letras encubren por pudor y, por desear, ser un poquito mejor persona de lo que fui.




lunes, 1 de enero de 2018

La visita, un año después.

Yo quería escribir ficción, pero no me sale. Así que aprovecho un texto que hace un año no gustó al primer lector, pero a mí sí. Me decía él que no se entiende pero, leyéndolo un año después, me sigue pareciendo un buen relato, porque lo voy a convertir en un cuento de estos raros que a mí me gusta leer. Imaginaos al narrador: alguien que una vez al año realiza esta acción (visitar). Y a los personajes (gente joven que es citada para esta visita y gente mayor que la recibe). El escenario, una residencia de ancianos. Y el tiempo, estas fechas navideñas que nos tocan la fibra sensible. ¡Os presento “La visita”!

Hace varios años que voy al mismo sitio, en las mismas fechas. Día arriba, día abajo, pero siempre en fechas en que la sensibilidad está a flor de piel, en que la alegría es casi obligatoria, combinada a la vez con cierta indiferencia consumista que intenta quebrarse a base de luces y adornos. En estas visitas llevo de la mano los contrastes, los polos opuestos. Y toca tirar de ellos, de los dos extremos de la misma cuerda, que no es otra que el tiempo, la vida. 

Este año no ha sido tan diferente, pero han coincidido varias sorpresas a la vez, de golpe, así como le gusta sorprender de vez en cuando al guionista de la película:

1. El número. Eran muchos, tanto de una parte del escenario como de la otra. Más que otros años. En cada sala se agolpaban, y especialmente a los artistas les costaba encontrar su lugar. Preguntaban, dudaban de la colocación idónea, pedían disculpas por rozar al compañero o girar la hoja que debían seguir… Los espectadores, sin embargo, tenían su asiento reservado, desde hacía tanto tiempo que sus memorias agujereadas ni lo recordaban. Pero al ser tantos, movían sus cabezas buscando ver mejor el espectáculo. E incluso los más avispados erguían la espalda para conseguir un buen plano del escenario.

2. El sentimiento. Tanto en un espacio como en el otro había palmas, movimiento, cantos, sonrisas, ojos iluminados… E, igualmente, se encontraban en ambos la vergüenza, la indiferencia, la risa nerviosa, la mirada perdida en cualquier cosa que no pueda devolverme humanidad, porque así es más fácil… En algunos he percibido hasta cierta hostilidad, a pesar de haberse creado un ambiente agradable.

3. La voz. Intensas en ambos foros. Voces que sabían la letra del diálogo, de la canción, y la gritaban, con intensidad, con alegría, con el entusiasmo de compartir con otros, desconocidos, ese bagaje cultural y experiencial que nos hace cómplices tantas veces a las personas, por muy distantes en el tiempo que estemos, por muy posicionados en uno u otro extremo de la cuerda. Voces que no sabían, no conocían, pero lo intentaban, bien siguiendo un papel, bien tirando del hilo de los recuerdos de la infancia. Voces que sabían y callaban. Voces que no podían. Voces que no querían y así lo manifestaban con su silencio intencionado.

4. La mirada. Sin duda, la mejor parte de la visita. Ojos jóvenes, animados, alegres. Ojos que saludan y besan, a pesar de haberse visto hace apenas unas horas. Ojos jóvenes vergonzosos, apurados, nerviosos. Ojos que no conocen, ojos obligados por las circunstancias, ojos que se encuentran y se desvían, porque la facilidad con que pueden ser leídos asusta enormemente. Ojos con experiencia, sabiendo lo que van a ver, y sin embargo algunos de ellos impresionados por un auditorio que los recibe con contrastes. Ojos cerrados, dormidos, por el cansancio del paso del tiempo; demasiado tiempo. Ojos abiertos, ávidos de novedad, sedientos de juventud. Ojos alegres, ¡muy alegres! ¡Y hasta ojos con música! Ojos tristes, desencantados, resignados. Ojos esforzándose por mostrar indiferencia y rechazo. Ojos tapados, para esconder la vergüenza. Ojos con lágrimas, de emoción y de nostalgia.

Hoy, después de tantos años, me he fijado especialmente en las miradas. Y he intentado mirarlos a los ojos a todos: a los jóvenes con quienes he ido a la residencia y a los ancianos a quienes hemos ido a visitar. Todas ellas, en apenas dos segundos, revelaban la circunstancia de cada uno, el motivo de la intensidad de su voz, la causa del sentimiento aflorado. Me he dejado impresionar, porque hay algo en común en toda esta historia: TODAS, en el fondo, eran miradas agradecidas y vivas. La vida no es solo alegría, y de esto saben tanto los jóvenes como los mayores. Esta tarde lo han puesto en común un ratito, compartiendo letras y melodías que, a pesar de la edad, unos y otros saben. Tácitamente, con pequeños gestos imperceptibles –un esbozo de sonrisa el más notorio- lo han reconocido. Y se han sentido satisfechos, apenas unas horas, por haber puesto en movimiento esa cuerda de la vida contando con el otro extremo, tan alejado, tan diferente, tan distante… Especialmente por eso ha valido hoy la pena la visita.





Como decía una amiga con la que comparto avatares literarios y vitales, toda ficción tiene algo de realidad… ¿Sería así también en el famoso cuento de Dickens?