Querido nieto:
Este sencillo
encabezado supuso durante muchos años de mi vida el inicio de muchas vidas, de
historias de odio y miel, de bellos encuentros y de separaciones para siempre.
Querido... Querida... fue el inicio de muchas de las cartas que escribí y que
todavía hoy, si las continúo con ciertos nombres, me encogen el alma hasta
licuarse en lágrima...
Te quiero
escribir a ti como escribí a tu abuela cuando apenas ocupabas la ciencia
ficción adolescente en el pensamiento fugaz de dos enamorados. Porque sí, tu
abuela y yo fuimos dos enamorados, intensa y brutalmente enamorados. Y por eso
te escribo esta carta.
Estos días he
tenido la suerte de pasar mucho tiempo contigo, bueno, con tu móvil y contigo.
Reconozco que los primeros días me sentí burlado, inquieto e incómodo, pero
desde que decidí ver tu iPhone como parte de ti mismo, como veía tu mano o tus
ojos, todo cambió para mí. Que tus dedos pulgares cobraran el protagonismo, al
final fue como verte pestañear, y acogí que mirar de frente a la persona que os
habla os cuesta tanto como a mí mirar a mi padre cuando me gritaba con ira. He
aprendido a hablarte como si estuvieses castigado; e incluso, verte con la
cabeza siempre gacha, ha
despertado en mí un no sé qué de ternura, como
un reconocimiento de tu inocencia culpable.
Pero no te
escribo para hablarte del móvil sino de tu vida, de la vida.
Agradezco el
esfuerzo que has puesto para explicarme cómo te relacionas por el -no sé si
sabré transcribirlo- guasapts, y ¡con qué facilidad lanzabas besos, sonrisas y
corazones según fuese tu interlocutor/a! Pues con toda esa facilidad que te da
para relacionarte y la inmediatez para conectar, me quedo con las cartas, la
llamada de teléfono y el café o la cerveza compartida en una mesita de bar de
esquina. Pero tampoco es este el motivo de mis letras. He querido escribirte porque me has contado que 'te has enamorado'.
Si no recuerdo
mal me has dicho que la conociste hace dos semanas, que habías guasa... ¡eso!
Mucho, y que la querías. Me incomodó que fueras tan explícito y sincero en la
descripción de tus encuentros (tres creo que dijiste) y la intensidad de los
mismos, y agradezco tu sinceridad, envidiable, pero no logro quitarme la
tristeza de encima, pues has vivido en apenas catorce días lo que yo descubrí y
coleccioné pacientemente durante tres años. Me cuesta imaginar lo que será de
vosotros dentro de un año, o tan siquiera unos meses... Pero me he propuesto no
censurar, sino compartir una experiencia, abrirte los ojos a otra realidad que
desearía que acogieras como el detalle cariñoso de tu abuelo...
Antes, nos
escribíamos cartas. Llegar a tener la dirección postal de una persona a la que
escribir había supuesto un largo tiempo de acercamiento, conocimiento y
paciente espera. No era algo desagradable, aburrido o inquietante; al contrario, cada día suponía un centímetro más de aproximación,
y cada centímetro, un sentimiento nuevo, una conquista, una razón para seguir
viviendo. Un día, un centímetro. Otro día, otro centímetro. Y de esta manera
los días se convertían en oportunidades únicas para seguir avanzando. Los días
lluviosos o fríos ocasionaban una ralentización del proceso. Y miraba cada nube
para entrever alguna rendija de sol, alguna señal lejana que anunciara que más
pronto que tarde acabaría escampando. Entonces, mirar al cielo, siempre era
para pedir un nuevo milagro... Que te permitiera avanzar un nuevo centímetro.
Te resultará ridículo, mas si intentas aproximar tu dedo índice y pulgar y
separarlos 10 milímetros, te
parecerá una medida insignificante, pero uno
tras otro ininterrumpidamente, acababan creando metros, y un metro es una
distancia estratosférica entre tú y la mujer que amas.
Días, semanas,
meses de excitantes centímetros daban a nuestra vida la oportunidad de hacerla
única, el entusiasmo de querer vivirla cada segundo, pues nunca sabías en qué
momento avanzabas ese breve espacio hacia la mujer que deseabas. Los días no
eran aburridos ni sosos, ni largos ni tediosos..., eran centímetros. Y tras una
larga espera de unos cuantos metros, de manera inesperada, en una conjunción
interestelar fuera de todo pronóstico, lograbas que te diera su dirección
completa, que era el permiso para entrar furtivamente en su casa y en su
vida... ¡Ah, amigo! ¡Cuánto siento que no vivas lo que supone escribir y enviar
una carta! Te escribo y me empieza a temblar el pulso, y no por Alzheimer
alguno.
Para escribirle una carta me pasaba
varios días ensayando frases en mi cabeza. Cuando alguna sonaba muy redonda, la
repetía como una letanía para no olvidarla antes de plasmarla en el papel. Pensaba el
momento para hacerlo. Escribir una carta requiere de un tiempo, un espacio y un
estado de ánimo concreto. No se pueden escribir cartas en cualquier momento ni
en cualquier lugar, pues acabas rompiendo más que componiendo. ¡Si hablaran las
virutas de goma que limpiaban las malas frases hasta cansar la resistencia del
papel!
Yo escribía
siempre de noche. Necesitaba poca luz y un lugar estrecho. Era como sentir la
apretura de dos cuerpos en uno, me daba intimidad. Iniciaba y casi escribía de
golpe. Brotaban las palabras y las frases y no me gustaba volver a leerlas por
si me arrepentía de lo que decía. Mientras iba esbozando adjetivos que aludían
a su mirada, a sus manos, a su sonrisa, a su pelo,... las imágenes se agolpaban
en mi mente y me la representaba de mil formas. En esos instantes, tener una
imagen, una fotografía suya, hubiese empobrecido el momento.
Normalmente
escribía dos hojas por delante y por detrás, las doblaba en cuatro partes y las
introducía en el sobre. Cuando estaba a punto de pasar la lengua por la banda
de pegamento, se me ocurría meter alguna cosa más (una estampa, un dibujo, un
separador de libros...) y la cerraba. Nunca ponía sus datos hasta que la
tiraba, pues temía que alguien la viera y me delatara. Así que antes de echarla
en el buzón (más de una vez iba a la misma oficina central de Correos para que
llegase antes), escribía su dirección y de remite, un puntito. Ella ya sabía...
Desde ese
instante, se abría un tiempo que nunca más he vuelto a vivir: intenso,
emocionante, expectante, embriagador... Contaba los días que tardaría en
llegar. Me imaginaba el momento en el que la recibiría y se pondría a leerla.
¡Cuántas veces me la imaginé nerviosa, inquieta, llevándose la carta al pecho
abrazándola en secreto...! Imaginármela era reescribir tres o cuatro veces la
carta... Y entonces, se iniciaba el tiempo más denso y maravilloso de los que
he vivido nunca: la espera de su respuesta. Esperar una carta es como estar jugando
la final de un torneo deportivo; saberte ganador y estar esperando el instante
mismo en el que señale el árbitro el final para poder celebrarlo, es recibirla.
Vives con una inquietud saludable que te hace anhelar el día, y la tarde, y el
día siguiente... No es ansiedad, es puro y estructural deseo. Anticiparte al
buzón de casa para que nadie lo mire antes... Mirar con disimulo pero con
destreza entre las cartas que papá dejaba en el mueble de la entrada... Y
siempre, de una manera mágica y fascinante, el momento de la carta lo intuía,
precedido por un 'olor a ella'. ¡Ay amigo, el olor! Realmente no estás
enamorado hasta que al reconocer su aroma en cualquier lugar, no se te viene
repentinamente su figura entera como una aparición. El aroma de la mujer que
amas es como el olor de un buen guiso, incrementa el deseo y alimenta tanto
como su sabor. El día que llegaba la carta, olía a ella desde la mitad del
trayecto de la escuela a casa. Entraba excitado y veía que la habían separado y
puesto en un lugar para que la viera (dentro de lo que cabe lo respetaban a
uno). La tomaba muy pacientemente, la sopesaba (cuando el sobre estaba
acolchado la felicidad era mayor, porque era más larga la carta) y la olía.
Nunca la abría a la primera. Leer la carta de una amada requiere su tiempo y su
lugar. Y me encantaba demorar su lectura para acrecentar y provocar el deseo.
La escondía y marchaba a hacer otras cosas (pero solo la carta ocupaba
realmente mi mente y mi corazón). Me gustaba leerlas por la noche. Me tumbaba
en la cama, doblaba el almohadón y buscaba algo afilado para rasgar el sobre
certeramente. El sobre a un lado, y una primera mirada a toda la carta (¡dos
folios y medio!). Y comenzaba a leer. Me paraba, repetía mentalmente alguna de
las frases y me imaginaba el tono de su voz como la banda sonora de una
película. Leía, paraba, miraba al techo, cerraba los ojos, sonreía... Cuando
veía que sus palabras ganaban intensidad, hacía puntos en vez de comas, pausas
prolongadas que aceleraban el ritmo de mi corazón hasta la taquicardia...
Aquello era alimento recio y sólido para mi enclenque espíritu adolescente y mi
corazón enamorado. Construíamos sobre fuertes fundamentos nuestro amor, carta a
carta, sin restar ni un ápice la intensidad de los sentidos. Dudo que abrazarla
y besarla en uno de esos momentos hubiese incrementado en algo mi felicidad y
satisfacción. Y cuando llegaba el final de la carta, me incorporaba, me
acomodaba bien sentado en el colchón apoyando la espalda contra la pared, y
leía casi susurrando sus últimas palabras... Llegado a este momento, el 'te
quiero' de despedida era el paisaje más conmovedor jamás pintado. ¡Qué
intensidad! ¡Cuánta vida!
No, querido
nieto, no envidio tu iPhone, ni el guasap, ni tu facilidad para hacer del sexo
tu bandera de conquista. No cambio la espera por lo inmediato, ni el lápiz por
el pulgar, ni el papel por la pantalla. Sinceramente, querido nieto, le pido a
Dios que no permita que marches de esta vida sin haberla gustado en vez de
consumido, experimentado en vez de vivenciado, sentido en vez de aparentado...
Y cuando vuelvas
a enviar un corazón a otra persona, recuerda antes las palabras de tu abuelo,
que nunca amó por encima de sus palabras, ni escribió dejando a su corazón de
lado.
Y te dejo para
otro día, el éxtasis de una caricia, la experiencia mística de un beso y la
tierna e íntima verdad de dos cuerpos que se descubren uno.
Te quiere,
Tu
abuelo.
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