domingo, 6 de marzo de 2016

Carta de amor sobre el amor...

Querido nieto:

Este sencillo encabezado supuso durante muchos años de mi vida el inicio de muchas vidas, de historias de odio y miel, de bellos encuentros y de separaciones para siempre. Querido... Querida... fue el inicio de muchas de las cartas que escribí y que todavía hoy, si las continúo con ciertos nombres, me encogen el alma hasta licuarse en lágrima...
Te quiero escribir a ti como escribí a tu abuela cuando apenas ocupabas la ciencia ficción adolescente en el pensamiento fugaz de dos enamorados. Porque sí, tu abuela y yo fuimos dos enamorados, intensa y brutalmente enamorados. Y por eso te escribo esta carta.
Estos días he tenido la suerte de pasar mucho tiempo contigo, bueno, con tu móvil y contigo. Reconozco que los primeros días me sentí burlado, inquieto e incómodo, pero desde que decidí ver tu iPhone como parte de ti mismo, como veía tu mano o tus ojos, todo cambió para mí. Que tus dedos pulgares cobraran el protagonismo, al final fue como verte pestañear, y acogí que mirar de frente a la persona que os habla os cuesta tanto como a mí mirar a mi padre cuando me gritaba con ira. He aprendido a hablarte como si estuvieses castigado; e incluso, verte con la cabeza siempre gacha, ha despertado en mí un no sé qué de ternura, como un reconocimiento de tu inocencia culpable.
Pero no te escribo para hablarte del móvil sino de tu vida, de la vida.
Agradezco el esfuerzo que has puesto para explicarme cómo te relacionas por el -no sé si sabré transcribirlo- guasapts, y ¡con qué facilidad lanzabas besos, sonrisas y corazones según fuese tu interlocutor/a! Pues con toda esa facilidad que te da para relacionarte y la inmediatez para conectar, me quedo con las cartas, la llamada de teléfono y el café o la cerveza compartida en una mesita de bar de esquina. Pero tampoco es este el motivo de mis letras. He querido escribirte porque me has contado que 'te has enamorado'.
Si no recuerdo mal me has dicho que la conociste hace dos semanas, que habías guasa... ¡eso! Mucho, y que la querías. Me incomodó que fueras tan explícito y sincero en la descripción de tus encuentros (tres creo que dijiste) y la intensidad de los mismos, y agradezco tu sinceridad, envidiable, pero no logro quitarme la tristeza de encima, pues has vivido en apenas catorce días lo que yo descubrí y coleccioné pacientemente durante tres años. Me cuesta imaginar lo que será de vosotros dentro de un año, o tan siquiera unos meses... Pero me he propuesto no censurar, sino compartir una experiencia, abrirte los ojos a otra realidad que desearía que acogieras como el detalle cariñoso de tu abuelo...
Antes, nos escribíamos cartas. Llegar a tener la dirección postal de una persona a la que escribir había supuesto un largo tiempo de acercamiento, conocimiento y paciente espera. No era algo desagradable, aburrido o inquietante; al contrario, cada día suponía un centímetro más de aproximación, y cada centímetro, un sentimiento nuevo, una conquista, una razón para seguir viviendo. Un día, un centímetro. Otro día, otro centímetro. Y de esta manera los días se convertían en oportunidades únicas para seguir avanzando. Los días lluviosos o fríos ocasionaban una ralentización del proceso. Y miraba cada nube para entrever alguna rendija de sol, alguna señal lejana que anunciara que más pronto que tarde acabaría escampando. Entonces, mirar al cielo, siempre era para pedir un nuevo milagro... Que te permitiera avanzar un nuevo centímetro. Te resultará ridículo, mas si intentas aproximar tu dedo índice y pulgar y separarlos 10 milímetros, te parecerá una medida insignificante, pero uno tras otro ininterrumpidamente, acababan creando metros, y un metro es una distancia estratosférica entre tú y la mujer que amas.
Días, semanas, meses de excitantes centímetros daban a nuestra vida la oportunidad de hacerla única, el entusiasmo de querer vivirla cada segundo, pues nunca sabías en qué momento avanzabas ese breve espacio hacia la mujer que deseabas. Los días no eran aburridos ni sosos, ni largos ni tediosos..., eran centímetros. Y tras una larga espera de unos cuantos metros, de manera inesperada, en una conjunción interestelar fuera de todo pronóstico, lograbas que te diera su dirección completa, que era el permiso para entrar furtivamente en su casa y en su vida... ¡Ah, amigo! ¡Cuánto siento que no vivas lo que supone escribir y enviar una carta! Te escribo y me empieza a temblar el pulso, y no por Alzheimer alguno.

Para escribirle una carta me pasaba varios días ensayando frases en mi cabeza. Cuando alguna sonaba muy redonda, la repetía como una letanía para no olvidarla antes de plasmarla en el papel. Pensaba el momento para hacerlo. Escribir una carta requiere de un tiempo, un espacio y un estado de ánimo concreto. No se pueden escribir cartas en cualquier momento ni en cualquier lugar, pues acabas rompiendo más que componiendo. ¡Si hablaran las virutas de goma que limpiaban las malas frases hasta cansar la resistencia del papel!
Yo escribía siempre de noche. Necesitaba poca luz y un lugar estrecho. Era como sentir la apretura de dos cuerpos en uno, me daba intimidad. Iniciaba y casi escribía de golpe. Brotaban las palabras y las frases y no me gustaba volver a leerlas por si me arrepentía de lo que decía. Mientras iba esbozando adjetivos que aludían a su mirada, a sus manos, a su sonrisa, a su pelo,... las imágenes se agolpaban en mi mente y me la representaba de mil formas. En esos instantes, tener una imagen, una fotografía suya, hubiese empobrecido el momento.
Normalmente escribía dos hojas por delante y por detrás, las doblaba en cuatro partes y las introducía en el sobre. Cuando estaba a punto de pasar la lengua por la banda de pegamento, se me ocurría meter alguna cosa más (una estampa, un dibujo, un separador de libros...) y la cerraba. Nunca ponía sus datos hasta que la tiraba, pues temía que alguien la viera y me delatara. Así que antes de echarla en el buzón (más de una vez iba a la misma oficina central de Correos para que llegase antes), escribía su dirección y de remite, un puntito. Ella ya sabía...
Desde ese instante, se abría un tiempo que nunca más he vuelto a vivir: intenso, emocionante, expectante, embriagador... Contaba los días que tardaría en llegar. Me imaginaba el momento en el que la recibiría y se pondría a leerla. ¡Cuántas veces me la imaginé nerviosa, inquieta, llevándose la carta al pecho abrazándola en secreto...! Imaginármela era reescribir tres o cuatro veces la carta... Y entonces, se iniciaba el tiempo más denso y maravilloso de los que he vivido nunca: la espera de su respuesta. Esperar una carta es como estar jugando la final de un torneo deportivo; saberte ganador y estar esperando el instante mismo en el que señale el árbitro el final para poder celebrarlo, es recibirla. Vives con una inquietud saludable que te hace anhelar el día, y la tarde, y el día siguiente... No es ansiedad, es puro y estructural deseo. Anticiparte al buzón de casa para que nadie lo mire antes... Mirar con disimulo pero con destreza entre las cartas que papá dejaba en el mueble de la entrada... Y siempre, de una manera mágica y fascinante, el momento de la carta lo intuía, precedido por un 'olor a ella'. ¡Ay amigo, el olor! Realmente no estás enamorado hasta que al reconocer su aroma en cualquier lugar, no se te viene repentinamente su figura entera como una aparición. El aroma de la mujer que amas es como el olor de un buen guiso, incrementa el deseo y alimenta tanto como su sabor. El día que llegaba la carta, olía a ella desde la mitad del trayecto de la escuela a casa. Entraba excitado y veía que la habían separado y puesto en un lugar para que la viera (dentro de lo que cabe lo respetaban a uno). La tomaba muy pacientemente, la sopesaba (cuando el sobre estaba acolchado la felicidad era mayor, porque era más larga la carta) y la olía. Nunca la abría a la primera. Leer la carta de una amada requiere su tiempo y su lugar. Y me encantaba demorar su lectura para acrecentar y provocar el deseo. La escondía y marchaba a hacer otras cosas (pero solo la carta ocupaba realmente mi mente y mi corazón). Me gustaba leerlas por la noche. Me tumbaba en la cama, doblaba el almohadón y buscaba algo afilado para rasgar el sobre certeramente. El sobre a un lado, y una primera mirada a toda la carta (¡dos folios y medio!). Y comenzaba a leer. Me paraba, repetía mentalmente alguna de las frases y me imaginaba el tono de su voz como la banda sonora de una película. Leía, paraba, miraba al techo, cerraba los ojos, sonreía... Cuando veía que sus palabras ganaban intensidad, hacía puntos en vez de comas, pausas prolongadas que aceleraban el ritmo de mi corazón hasta la taquicardia... Aquello era alimento recio y sólido para mi enclenque espíritu adolescente y mi corazón enamorado. Construíamos sobre fuertes fundamentos nuestro amor, carta a carta, sin restar ni un ápice la intensidad de los sentidos. Dudo que abrazarla y besarla en uno de esos momentos hubiese incrementado en algo mi felicidad y satisfacción. Y cuando llegaba el final de la carta, me incorporaba, me acomodaba bien sentado en el colchón apoyando la espalda contra la pared, y leía casi susurrando sus últimas palabras... Llegado a este momento, el 'te quiero' de despedida era el paisaje más conmovedor jamás pintado. ¡Qué intensidad! ¡Cuánta vida!
No, querido nieto, no envidio tu iPhone, ni el guasap, ni tu facilidad para hacer del sexo tu bandera de conquista. No cambio la espera por lo inmediato, ni el lápiz por el pulgar, ni el papel por la pantalla. Sinceramente, querido nieto, le pido a Dios que no permita que marches de esta vida sin haberla gustado en vez de consumido, experimentado en vez de vivenciado, sentido en vez de aparentado...
Y cuando vuelvas a enviar un corazón a otra persona, recuerda antes las palabras de tu abuelo, que nunca amó por encima de sus palabras, ni escribió dejando a su corazón de lado.
Y te dejo para otro día, el éxtasis de una caricia, la experiencia mística de un beso y la tierna e íntima verdad de dos cuerpos que se descubren uno.
Te quiere,

                                                                     
Tu abuelo.





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