He querido demorar estas palabras para cuando ya apenas el eco de
la muerte de Isa fuera un vago rumor. Nuestras sociedades occidentales tienden
a magnificar y reseñar algunos acontecimientos con tanto énfasis como el que
muestran para olvidarlos. Las noticias son pompas de jabón, cuanto más grandes,
más se admiran, pero están vacunadas contra el contacto humano y la cercanía
cordial; cuando quieres aproximarte, ¡pluf!, desaparecen sin dejar rastro ni
memoria. Por eso busco con estas letras devolver durante un ratito más la
memoria de la vida entregada y preciosa de Isabel, religiosa de Jesús María,
desafiando la ley del olvido actual.
CARTA A LA PERSONA QUE DISPARÓ A ISABEL SOLÁ
No nos conocemos, pero te sé persona, no asesino, y así te sintió
Isabel, Isa, que así se llamaba la mujer a la que disparaste.
Me gustaría que estas palabras pudieran llegar a tus oídos, para
que sirvan para sanar la herida que mostraste disparando aquel día. Muchos de
tus vecinos, familiares y amigos enseñaban a Isa cada día sus cicatrices, su
dolor en el recuerdo y el burdo reflejo del miembro amputado. Ella, la mujer
que te encontraste conduciendo por el camino, acogía con ternura cada herida, y
distrayendo la atención hacia su sonrisa, les hacía partícipes de su vitalidad y
su alegría. Y para que marcharan convencidos a sus casas con el hueco de su
cuerpo conformado, les contaba su leyenda preferida: no está cojo el que ha
perdido un pie, ni manco el que se quedó sin mano; como tampoco es malo el que
asesina o hace daño sin motivo. El que se conforma cojeando y maldiciendo por
el miembro que nunca más le crecerá ha escogido olvidar su miembro sano. No te
quejes por lo que no tienes, sino que busca cada día qué más puedes hacer con
lo que posees. Las ausencias no se superan con la queja sino con el recuerdo
agradecido.
Ya ves, hermano (pues para un cristiano no hay enemigos), ella te
recuerda que ninguna de las vidas que destruyas podrá aliviar tu herida...
Recuerda, te podría haber aconsejado ella si la hubieses dejado hablarte un
rato, que las dolencias del corazón provocadas por la injusticia y la miseria
solo las cura el amor incondicional y gratuito, así, tu herida, se siente
acompañada...
Pero tengo en tu contra tu torpeza y tu falta de puntería; ya que
te dedicas a algo, hazlo bien, por pura honestidad y dignidad personal.
Quisiste robarle, sustraerle algo que para ti era valioso, y llevándote la
ganga, olvidaste el metal precioso. Quizá te faltó aproximarte un poco más,
mirarle a los ojos, descubrirte pequeño en el reflejo azulado de su cristalino
y sentir que te amaba como a tantos hermanos y hermanas tuyos por los que se
levantaba cada día. No te juzgo, ¡asesinamos tantas veces por no querer
acercarnos!, pero dejaste en aquel carro lo que tu corazón andaba anhelando.
¡Vuelve! Regresa al lugar donde te encontraste con ella y róbale
lo que sin duda te hubiese obsequiado: su vida entregada. He de decirte, no por
hacerte daño sino por hacerte libre, que has robado la esperanza a muchos niños
y niñas que vieron cómo Isa les devolvía la sonrisa borrada por el horror del
terremoto y la injusticia de la pobreza. Aquel bolso que te llevaste con la
avidez de la conquista injusta, tenía en su interior las llaves para liberar
muchas vidas truncadas; si no eres capaz de devolverlas (pues ya poco podemos
hacer con ellas), quizá puedas terminar lo que Isa dejó prematuramente
inacabado. ¡Sé hombre! No me interesa conocer tu rostro, ni el color de tus
ojos ni siquiera tu nombre, pero devuelve lo robado. Haz con tu vida un motivo
para que otros no pierdan la esperanza, se abran de nuevo a la vida y aprendan
que la senda que tú tomaste, solo es reguero residual que acaba en el
estercolero. Y si para ello necesitas el perdón, ¡acógelo sin miedo! Isabel no
puede desdecir con su muerte lo que practicó en su vida.
Querido amigo, que cuanto más te escribo más cerca me siento de tu
dolor y de tu vida zarandeada, aunque imaginarte suscita en mí no pocos
mecanismos de rabia y enojo por la pérdida de la amiga, rezo por ti para que la
muerte que has dado a Isa no sea tu condena sino tu posibilidad de empezar de
nuevo, de redimirte como persona.
Si algún día llegan a ti estas palabras, y al
leerlas sientes que algo se mueve en tu interior, te animo a que te sientes en
un lugar solitario, tranquilo y silencioso, y trayendo a tu mente la imagen de
Isa sonriendo, te dejes seducir por su delicado canto hasta que gane tu corazón
y te susurre con cariño: "Te quiero haitiano, te quiero y te
perdono".