viernes, 12 de febrero de 2016

¡Treinta años de Goya!



    
    

    Habiendo pasado unos días desde la gala, aún tarareo mental y físicamente la canción con que se inauguró el sábado la trigésima edición de los premios Goya. Me pasa con la música que, para bien o para mal, me llama la atención.
    Como suele ocurrir, este año los Goya también han traído cola. Para unos ha sido cortita, porque solo han oído hablar de la velada o la vieron empezar y poco más (algún que otro osado se atreve a calificármela como potente remedio para el insomnio, en parte por desconocimiento de mi gusto cinematográfico, en parte por provocación cariñosa). Para otros, como yo, la cola es larga como la del vestido de flamenca que llevaba Bibiana Fernández, y nos da por comentar y comentar, leer, ver más pelis y seguir comentando.
Hacía mucho tiempo que no veía la gala entera; recuerdo algún domingo de universitaria en que sacrifiqué horas de sueño por el cine español. Y me gustó. Solo me perdí la “alfombra roja”, pero pude revivirla el domingo a mediodía en las reposiciones que hacen los programas del corazón. ¡Menos mal! Los estilismos de los premios me resultan parte imprescindible del evento, en su afán de ostentación y muestra pública del glamour que intenta desprender el cine en este país. Así pues, esta parte también la pude disfrutar, aunque en diferido.
    Sí, he dicho bien: la gala de los Goya me gustó. No quedo bien cuando digo esto, soy consciente. Es más fácil y cómodo criticarla, claro que sí. Pero mentiría si dijera lo contrario. Al igual que me quedaría con las ganas si no escribiera sobre ella. Por eso, ni lo uno ni lo otro: lo pasé bien viendo la gala y dejo constancia de mi valoración personal.
    ¡Vamos allá! Me gustó el baile inicial, por lo que aporta de espectáculo al evento –incluso siendo una imitación de otra entrega de premios; me da igual-. Me gustó el comienzo abrupto y la entrega de los primeros premios sin rodeos. Me gustaron algunos agradecimientos, sobre todo el de Miguel Herrán (“Me has dado una vida”, le dijo al director de A cambio de nada), me gustó Serrat, me gustó –como siempre- el homenaje a los fallecidos durante el año anterior. Me encantaron algunas “perlas” que escuché en la gala, y que comparto para no olvidarlas: “La amistad es a cambio de nada” (la de verdad, sí, sin duda). “Menos pastillas y más paseos por el bosque” (por el campo, por la playa, por la montaña; quizás dijo “montaña” pero venzo mi impulso a la comprobación para dejar protagonismo a la vaguedad de los recuerdos…). “Los nominados no compiten, suman” (algo así dijo Darín, en uno de los últimos discursos de la noche). Además, me gustó el discurso del presidente de la Academia (Resines para los amigos y los no televidentes de la gala): sencillo, claro, lejos de formalismos y educado. ¿Que Antonio puede más? Vale, Carles. ¿Que un señor presidente debe utilizar un lenguaje más elevado? Bien. Pero todos entendimos su mensaje, dijo lo que quería decir y no se ensañó (como ha pasado tantas otras veces, aunque con un registro más formal y de modo elegante) con las autoridades competentes. Otro detalle que me gustó: el temple del ministro escuchando a Dani Rovira. Mejor que otros ministros, que han disimulado peor el enfado ante los ataques de los que se erigen en emblemas de la cultura del país. Me alegré de verdad cuando el Goya al mejor documental, Sueños de sal, fue a parar a Novelda, y sus beneficios destinados a Cáritas y Cruz Roja. Y, por terminar con un poco de frivolidad, de entre las divas de la noche destaco el vestido de Irene Escolar. Guapísima.
    Como no todo han de ser parabienes, comparto con la mayoría de gente que conozco que Dani Rovira flojeó. Pero, en mi opinión, eso ha ocurrido con prácticamente todos los presentadores que han repetido –y han sido muchos-. Lo que sigo sin entender es por qué cuesta tanto, en la mayoría de ámbitos de la vida, quedarnos con el sabor de boca de las cosas buenas y bien hechas. No, hay que repetir a ver si se puede más y mejor, y quemar cartuchos si es posible. En fin… También me aburrió el dueto con Berto Romero, y las tonterías en los discursos y esas cosas. Me cansan. Me enfadó, como a Darín, la música con que cortaban las palabras de los premiados, especialmente el agradecimiento de Jesús Navarro, cuando invitó a los asistentes, con sus trajes de diseño, a acercarse a cualquier sede de Cáritas y descubrir la realidad.
En definitiva, yo iba a ver una entrega de premios y es lo que vi. Con sus luces y sus sombras, como las tiene cualquier otro evento a cualquier otro nivel. Lo curioso del caso es que, a pesar de mi dilatada experiencia como telespectadora de los Goya, cuando comento con compañeros y amigos, me sorprendo de la indignación que genera que la gala no esté a la altura (el domingo mi madre estaba realmente decepcionada; no sé si volverá a ver otra más). Y es que, ciertamente, la altura la marca cada uno. Quizás me extraño porque lo que realmente me interesa de esa velada es conocer las películas que, durante el año anterior, han destacado a ojos de la crítica, y ampliar mi abanico cinematográfico de posibilidades. Siempre, siempre, me entusiasmo con ver las películas que reciben algún galardón o han sido nominadas y, si las he visto, disiento o ratifico el criterio de la Academia.
    Justo este año llegué a febrero sin haber visto ninguna (contradictorio tal vez, pero no impediente) y, después de la gala, me entraron ganas de verlas todas. Por eso este domingo mi plan es… ¡ir al cine!