Habiendo pasado unos días desde
la gala, aún tarareo mental y físicamente la canción con que se inauguró el
sábado la trigésima edición de los premios Goya. Me pasa con la música que,
para bien o para mal, me llama la atención.
Como suele ocurrir, este año los
Goya también han traído cola. Para unos ha sido cortita, porque solo han oído
hablar de la velada o la vieron empezar y poco más (algún que otro osado se
atreve a calificármela como potente remedio para el insomnio, en parte por
desconocimiento de mi gusto cinematográfico, en parte por provocación cariñosa).
Para otros, como yo, la cola es larga como la del vestido de flamenca que
llevaba Bibiana Fernández, y nos da por comentar y comentar, leer, ver más
pelis y seguir comentando.
Hacía mucho tiempo que no veía la
gala entera; recuerdo algún domingo de universitaria en que sacrifiqué horas de
sueño por el cine español. Y me gustó. Solo me perdí la “alfombra roja”, pero
pude revivirla el domingo a mediodía en las reposiciones que hacen los
programas del corazón. ¡Menos mal! Los estilismos de los premios me resultan
parte imprescindible del evento, en su afán de ostentación y muestra pública
del glamour que intenta desprender el
cine en este país. Así pues, esta parte también la pude disfrutar, aunque en
diferido.
Sí, he dicho bien: la gala de los
Goya me gustó. No quedo bien cuando digo esto, soy consciente. Es más fácil y
cómodo criticarla, claro que sí. Pero mentiría si dijera lo contrario. Al igual
que me quedaría con las ganas si no escribiera sobre ella. Por eso, ni lo uno
ni lo otro: lo pasé bien viendo la gala y dejo constancia de mi valoración
personal.
¡Vamos allá! Me gustó el baile
inicial, por lo que aporta de espectáculo al evento –incluso siendo una
imitación de otra entrega de premios; me da igual-. Me gustó el comienzo
abrupto y la entrega de los primeros premios sin rodeos. Me gustaron algunos
agradecimientos, sobre todo el de Miguel Herrán (“Me has dado una vida”, le dijo al director de A cambio de nada), me gustó Serrat, me gustó –como siempre- el
homenaje a los fallecidos durante el año anterior. Me encantaron algunas
“perlas” que escuché en la gala, y que comparto para no olvidarlas: “La amistad es a cambio de nada” (la de
verdad, sí, sin duda). “Menos pastillas y
más paseos por el bosque” (por el campo, por la playa, por la montaña;
quizás dijo “montaña” pero venzo mi
impulso a la comprobación para dejar protagonismo a la vaguedad de los
recuerdos…). “Los nominados no compiten,
suman” (algo así dijo Darín, en uno de los últimos discursos de la noche).
Además, me gustó el discurso del presidente de la Academia (Resines para los
amigos y los no televidentes de la gala): sencillo, claro, lejos de formalismos
y educado. ¿Que Antonio puede más? Vale, Carles. ¿Que un señor presidente debe
utilizar un lenguaje más elevado? Bien. Pero todos entendimos su mensaje, dijo
lo que quería decir y no se ensañó (como ha pasado tantas otras veces, aunque
con un registro más formal y de modo elegante) con las autoridades competentes.
Otro detalle que me gustó: el temple del ministro escuchando a Dani Rovira.
Mejor que otros ministros, que han disimulado peor el enfado ante los ataques
de los que se erigen en emblemas de la cultura del país. Me alegré de verdad
cuando el Goya al mejor documental, Sueños
de sal, fue a parar a Novelda, y sus beneficios destinados a Cáritas y Cruz
Roja. Y, por terminar con un poco de frivolidad, de entre las divas de la noche
destaco el vestido de Irene Escolar. Guapísima.
Como no todo han de ser
parabienes, comparto con la mayoría de gente que conozco que Dani Rovira
flojeó. Pero, en mi opinión, eso ha ocurrido con prácticamente todos los
presentadores que han repetido –y han sido muchos-. Lo que sigo sin entender es
por qué cuesta tanto, en la mayoría de ámbitos de la vida, quedarnos con el
sabor de boca de las cosas buenas y bien hechas. No, hay que repetir a ver si
se puede más y mejor, y quemar cartuchos si es posible. En fin… También me
aburrió el dueto con Berto Romero, y las tonterías en los discursos y esas
cosas. Me cansan. Me enfadó, como a Darín, la música con que cortaban las palabras
de los premiados, especialmente el agradecimiento de Jesús Navarro, cuando
invitó a los asistentes, con sus trajes de diseño, a acercarse a cualquier sede
de Cáritas y descubrir la realidad.
En definitiva, yo iba a ver una
entrega de premios y es lo que vi. Con sus luces y sus sombras, como las tiene
cualquier otro evento a cualquier otro nivel. Lo curioso del caso es que, a
pesar de mi dilatada experiencia como telespectadora de los Goya, cuando
comento con compañeros y amigos, me sorprendo de la indignación que genera que
la gala no esté a la altura (el domingo mi madre estaba realmente decepcionada;
no sé si volverá a ver otra más). Y es que, ciertamente, la altura la marca
cada uno. Quizás me extraño porque lo que realmente me interesa de esa velada
es conocer las películas que, durante el año anterior, han destacado a ojos de
la crítica, y ampliar mi abanico cinematográfico de posibilidades. Siempre,
siempre, me entusiasmo con ver las películas que reciben algún galardón o han
sido nominadas y, si las he visto, disiento o ratifico el criterio de la
Academia.
Justo este año llegué a febrero
sin haber visto ninguna (contradictorio tal vez, pero no impediente) y, después
de la gala, me entraron ganas de verlas todas. Por eso este domingo mi plan es…
¡ir al cine!