lunes, 21 de diciembre de 2015

Mi primera vez

Hace tiempo que me enteré de que esto iba a ocurrir. Al principio lo viví a través de la alegría de algunas personas cercanas, como cuando tengo algo próximo pero que ni tan siquiera me roza al pasar por mi lado. Mera espectadora de acontecimientos. Me parecía algo grande, algo que traería cola, un acontecimiento que debía de ser importante y de gran magnitud, pero de ahí no pasó. Yo lo vería por la tele, leería reseñas en prensa, estaría relativamente pendiente en las redes sociales, me enviarían alguna foto (porque, por la emoción de algunos de los de mi alrededor, me llegarían seguro) o, quizás, como mucho, me acercaría alguna tarde a ver qué era eso… En fin, como he dicho, vería los toros desde la barrera.

Lo tenía clarísimo. No veía otra opción. Tampoco me obsesionaba, pero cada vez que oía hablar del evento cierta tristeza me hacía sonreír de esa forma en que lo hago cuando pienso “ojalá yo también pudiera, pero es imposible”. “Participaré de la previa (léase Luces en la ciudad, Valencia, edición de 2015), ya que otras veces he ido, pero en el acontecimiento principal yo no estaré. No puedo estar”.

Y así sucede tantas veces. Cuando yo niego, Dios afirma. Y es curioso cómo va buscando la forma de cambiar mi enunciación…

Un lunes a todos los efectos (¡cuánto cuesta arrancar la semana, por favor!). Primera reunión del día: tres chicos de fuera vienen a presentar el evento a mi lugar de trabajo. Se necesitan espacios, personas, medios, recursos… Esto del Encuentro Europeo de jóvenes es una movida considerable. Y parece que va en serio. Mi colegio es sede de acogida el primer día, por lo que va a tener que pringar con todas las letras de la palabra. Y yo estoy allí, y lo oigo, y me cuentan, e incluso participo en la reunión. Y sigo pensando “ojalá yo hubiera ido a Taizé alguna vez y entendiera bien lo que aquí se está cociendo, por qué tanta gente que conozco está tan contenta y tan dispuesta. Ojalá yo también pudiera”.

Entre muchas cosas, piden familias que acojan a los jóvenes que vendrán a mi ciudad 5 días. Y, por un segundo, yo me digo que la mía podría ser una de ellas. Pero, claro, ¿cómo plantearlo en casa? ¿Cómo meterte dentro de tu espacio íntimo a dos o tres personas que no conoces de nada y encima para Nochevieja? Solo veo inconvenientes (no vivo cerca del colegio, la casa es de mis padres, qué hacer con los niños…) Pero, cuando me atrevo a verbalizar, bastante nerviosa, mis deseos en casa (con un “siéntate que tenemos que hablar” en plan serio), Dios me pone enfrente a un marido que me dice que sí; así, sin más. No hace falta enumerar todos los argumentos que yo había preparado, ni enfadarme, ni rogar, ni hacer chantaje emocional como los niños… Discurre una conversación tranquila, en la que hablamos de qué es Taizé, de mi ilusión, de nuestra disponibilidad, de horarios, de sitio, de los niños, de una nochevieja diferente. Ya está. Yo negaba, Dios y él afirmaron.

Y aquí estoy, rellenando la ficha de acogida para el gran evento del próximo mes. Y es que será la primera vez que venga a mi casa gente que no conozco. Que abra las puertas a alguien que no sé quiénes son. Que pase un fin de año con algunos amigos con quienes no suelo compartir esas fechas. Y con muchos desconocidos, claro. Hasta mis hijos, cuando se lo contamos, se alegraron sobremanera. Aún no sé por qué tanta alegría, si se supone que no entienden bien lo que ocurre, pero ellos lo esperan como si de una gran visita y de un gran acontecimiento se tratase (y, en el fondo, así es).

En este momento ya estamos en la segunda fase: concretar y organizar cómo va a ser realmente la acogida. Tanto desde la parroquia como desde el colegio. Con reuniones, cenas, llamadas, etc. Parece una auténtica proeza, pero yo confío en que Dios siga afirmando y nosotros, haciendo.

Todo esto me ha hecho caer en la cuenta de algo que no conocía de mí misma: a veces descarto los grandes deseos. El motivo principal es que los veo irrealizables, bien por elevado coste económico, porque no dependen solo de mí, porque creo que no voy a ser capaz, bien porque ya se me ha pasado el arroz o porque realmente son imposibles de conseguir y no quiero frustrarme… Pero esta vez he querido intentarlo. ¡Y menos mal que lo he hecho! Porque, creciendo creciendo, una también aprende que algunos trenes no pasan dos veces, que somos capaces de más de lo que creemos, que nos rodea gente maravillosa dispuesta a ayudarnos a cumplir nuestros grandes deseos e incluso a vivirlos con nosotros. Y, solo por tener ilusión, por compartir inquietudes, por construir proyectos y trabajar codo con codo con quienes tienen ese mismo gran deseo, vale la pena. Si luego no sale, siempre se puede arrimar el hombro y llorar juntos (que también reconforta y hace crecer).


¡Con qué alegría se lee el deseo cumplido de una persona! ¡Cuánta pena se condensa en la silenciosa frustración de los deseos de tantas personas! ¡Pero el deseo siempre es motor de vida! Quizá no nos han enseñado a desear, ni siquiera a acoger los deseos que vienen furtiva e intensamente sin que lo preveamos. Un deseo es una semilla cargada de futuro, pues mueve nuestra vida y la anticipa ante un bien deseado, esto, nos hace ponernos en camino, despierta sentimientos adormilados por la rutina y extrae la vitalidad condensada en reductos desconocidos de nuestro corazón. ¡Desea!



Fecha  intencionada de publicación: 5 de noviembre de 2015

Cumplir vs Vivir años

(A mi amiga María M. en el día de su "viveaños")

Los años son como las gotas frías de agua que se filtran entre las rocas, resbalan en un itinerario siempre incierto, invisible la mayor parte de su trayecto, pero que siempre acaban resbalando por la misma superficie y goteando sobre el mismo lugar. Solo la dulce, tierna y paciente espera hace que una sorprendente estalactita desafíe la gravedad sonriendo con gesto pétreo desde la altura de la pared que la alimenta y la nutre. Gota a gota. Año a año. ¡Chop! ¡Una gota más! ¡Chop! ¡Un año más! Y en este candencioso chapoteo, nacemos, crecemos, maduramos, envejecemos, y un día, ¡chop!, morimos.
Pero no somos piedras por más que algunos se empeñen en tratarnos como tales. Nuestro decurso es más nuestro que del azar, aunque dejemos jugar la suerte de nuestras vidas a la ruleta de lo cotidiano e inesperado. Las personas, las mujeres y hombres, ¡vivimos! Y sí, chapoteamos, pero para danzar y cantar disfrutando de la lluvia que nos empapa y nos recupera para la Naturaleza. No cumplimos, vivimos.
Mi amiga M. vive un año más. Imagino que como miles, quizá millones de personas en el mundo en este mismo día. Aunque intuyo que muchos simplemente 'cumplen', ella, en cambio, vive un año más.
M. como miles, quizá millones de personas en el mundo, ha hecho de su vida y de sus años una oportunidad para que otros puedan deambular por su propia vida con la misma intensidad. Por eso, le apasiona educar. Piensa que su existencia es un tobogán de agua tan largo, que le da tiempo a gritar a otros que bajen con ella. Y mientras los convence para que suban, escalón tras escalón, hasta el rellano de salida, les va narrando con sorpresa e intensidad lo fascinante que es la veloz bajada. Así, día a día, anima a estudiar, a descubrir nuevos mundos fantásticos, a memorizar cuatro poesías básicas que permiten cruzar las fronteras de cientos de mundos y experiencias. Y lo vive tanto, que suscita el deseo de emularla. Y ¡allá se lanzan tras años de estudio por el mismo tobogán resbaladizo y divertido!
M. como cientos, quizá miles de personas en el mundo, piensa que su vida es un inmenso regalo, y gusta de envolverlo con los envoltorios más curiosos y llamativos. Le pone lazos, adornos, y disfruta más considerando el regalo, que prestando atención a su funcionamiento, por eso ríe más, disfruta más y goza como una párvula rodeada de gominolas. Es tanta su alegría, que la transmite como lluvia, y solo los embozados en chubasquero y provistos de paraguas quedan indemnes a sus artes ilusionantes. Aunque si M. se da cuenta, sopla un viento tremendo que pone varillas arriba el hongo protector y sus gotas de entusiasmo se cuelan por todos los orificios. ¡Así de intensamente vive sus años!
M. como decenas, quizá cientos de personas en el mundo, vive cada año como si lo ganara, y lo único que pierde es lo que no ha podido vivir o hacer disfrutar a los demás. Por eso, se mete en tantas vidas ajenas y goza con sus historias. Conoce yo no sé cuántos relatos humanos, unos por pura relación directa y muchos, por esa extraña y peculiar costumbre en la que le gusta ganarse la vida... leyendo. Tiene tanta habilidad para la lectura que ha conseguido que sus manos y dedos acaricien la historia antes de mirarla. Recorre con tanta delicadeza y suavidad las hojas, que hay testigos que aseguran haber escuchado gemidos de placer en más de uno de sus libros. Cuando deposita con avidez sus ojos en las letras, éstas yacen estremecidas por el tacto y le devuelven emotivamente el agasajo. Digno intercambio del amor verdadero. Así ha aprendido a amar, leyendo y a leer, amando.
M. como solo ella, quizá alguna persona más en el mundo, ha hecho de su vida el mejor parque de atracciones, el parque más frondoso y divertido, el patio más ruidoso y bullicioso, la calle más adornada y limpia, el aula más interesante y pedagógica, la cocina más saludable y enjundiosa, la capilla más silenciosa y trascendente, el lecho más intenso y fecundo... Ella habita los espacios con sus años, y los vive, por eso los transforma. Porque mi amiga M., ya hace mucho tiempo que no cumple años, solo los vive. Y hasta yo, en los brevísimos espacios y tiempos que pasamos juntos, me siento revivir por su demencia para el aburrimiento y la tristeza y su locura de vida intensa.
M. ¡Muchas felicidades!



C. ¡GRACIAS POR ESTE REGALO!

(Fecha de publicación original: 2 de septiembre de 2015)

Lo inevitable de la edad

Acabo de notar que me hago mayor. Es una sensación casi imperceptible, que quiere pasar desapercibida, que se resiste a manifestarse en mi consciencia, que se deja caer de vez en cuando y me sacude los pies. Mentira: me sacude el corazón, más bien. Después pasa al cerebro, en una milésima de segundo, que a mí se me antoja a veces una era completa de la prehistoria.

Me deja atónita, sorprendida, con los ojos y la cara extrañada: “Perdona, ¿es a mí?” Pues sí, es a ti, bonita. ¿Por qué yo, si en el fondo me siento de 25 a pesar de tener unos cuantos más? Y empieza entonces el trabajo de regresión, de permeabilizar esa sensación, de saber por qué, de justificar qué está ocurriendo. Y ya he caído en la trampa: primer síntoma de ser mayor. Tratar de entenderlo todo conscientemente. Esto me lleva automáticamente al segundo: autocontrol. “A ver, ¿qué está pasando aquí? ¿Por qué tengo esta desazón?”. Y es que todo debe estar bajo control, porque si no la cosa se desmadra y con el caos funciono peor. Por supuesto, debo funcionar. No puedo permitirme el lujo de no funcionar. Ahora no (¿cuándo sí, me pregunto?). Tercer síntoma. Horror.

Debo funcionar porque no queda otra. La casa, la familia, el trabajo, la hipotecaGrandes tópicos de la vida adulta de cualquiera. Los he instalado en mi vida. ¿Sigo contando síntomas? Mejor no.

En esos momentos de lucidez regresiva detecto varias cosas interesantes que me hacen sospechar la causa del problema. Ahora prefiero la calidad a la cantidad: en lugares, personas, situaciones, vivenciasTambién en cosas más banales como el cine, lecturas, ropa, decoración, viajes. Me va fascinando poco a poco la belleza, en el sentido platónico de la palabra. Reacciono ante lo que a mí me parece bonito, siendo consciente de la subjetividad de la estética. Y me encuentro más a gusto en un ambiente relajado, tranquilo, ordenadoPues sí, la serenidad me va cautivando por momentos. ¿Quién me lo iba a decir? A mí, que soy veneno puro y la personificación de la cafeína -después de mi querida hermana, claro-

Otra cosa que me deja petrificada cuando ocurre y me constata el gran temor es el cumplimiento de la peor de las pesadillas de adolescente: ¡ser como mi madre! La repetición de hábitos, costumbres, manías y hasta palabras corrobora uno de los peores vaticinios populares de la historia de la humanidad: parecernos a nuestros progenitores. ¡Es que hasta me paraliza la acción! Y, sin tapujos, los cito como autoridad en cualquier materia doméstica y vital ante mis hijos. No hay más. Porque lo dicen o lo hacen los abuelos. Y así es y punto. ¡Señor! ¡Qué mal pronóstico me espera!

Sin embargo, para contrarrestar esta situación que me cae como una bomba en la consciencia, busco alternativas rápidas y fáciles: un café con las amigas, planes de cena y de marcha (si aguantamos con este ritmo vital que llevamos, por supuesto), hacer algo de deporte, buscar fotos en el baúl de los recuerdos (pues ahora me veo mejor, la verdad), ir de compras (infalible aun en su mínima expresión tradicionalmente llamada mirar escaparates), un rato de lectura interesante, blogs culturales y otros no tantoEn fin, paliativos para los síntomas de la enfermedad.


Y es que a pesar de la sensación inicial, de las manifestaciones varias de la edad, del inexorable paso del tiempo y los mecanismos de camuflaje, una se pone seria consigo misma e intenta rescatar su esencia: sigo positiva ante casi todo, con cierta inocencia, me impresiono fácilmente, me cuesta controlar mis emociones, sobre todo aquellas que me origina el roce vital con los que me rodean, y aún no he aprendido a disimular con credibilidad mi estado de ánimo. No consigo tomarme del todo en serio mi vida y me río mucho, porque aún veo determinadas situaciones como un juego. Cuando estoy triste, parece que se vaya a acabar el mundo, y debo hacer un esfuerzo considerable por tomar las riendas de la situación: distanciarme del suceso y verlo con objetividad, para poder analizarlo y solucionar la cuestión de la mejor manera posible. Vuelvo, pues, a ser adulta.

¿Solución? No pensar.

No me va, lo siento. No me vale en absoluto. Algo de adulta que sí me agrada: la seguridad en mí misma. No me gusta algo y no lo acepto porque sí.

Solución 2: potenciar la parte menos adulta de mí misma. Tampoco quiero. Lo he probado y no me satisface. Me siento rara forzando reacciones, situaciones y hasta gustos que ya no me salen de forma natural.

Tercera propuesta: resignarme a lo que hay. Lo siento, pero no es mi estilo. No combina bien con mi personalidad. Esta vez a la tercera no va la vencida.

Una cuarta: ser niño una vez más. Sin mirar atrás y ciegos al cruzar, nos lanzamos a una aventura con sabor a inconsciencia. Es peligroso, como toda la infancia, pero desempolva vitalidad escondida. El signo de la aventura lo dictará desde lejos, como espectador, el adulto relegado. Es fascinante rebozarte por el suelo y el barro en medio de una lucha de cosquillas con otros infantes iguales. O mojarse un día de lluvia a moco tendido chapoteando con descaro en los charcos. Enamorarte perdidamente y sentir el vértigo de la vida que te lleva tres kilómetros de distancia. Conquistar una cima como reto, una travesía a nado o una provocación física tentado por otro adolescente incipiente. Hincharte a decir barbaridades sin pudor, rodeado de un corifeo que alienta con sus carcajadas en sintonía. Perder el tiempo leyendo El Principito, retomar algún volumen de 'los Cinco' o acabarte un Astérix en el baño. ¿Y por qué no? Pasarte una tarde tirado en el suelo de tu casa recomponiendo escenarios de los 'clicks' (no Playmobil) o cambiando vestidos a la Nancy. Y si hay quórum, echar una noche un ´beso, verdad o atrevimiento' o la siempre socorrida 'botella' (que nada tiene que ver con el botellón).


En mi opinión, y aunque quizás haya más soluciones, solo me queda una alternativa ecléctica, que no siempre es fácil: ser consciente de que esto ocurre, aunque no me guste. Como tantas cosas en la vida. Aceptarlo, aunque en ciertos momentos me cueste. Y maridarlo, como un buen vino con un buen entrecot. Por último, disfrutarlo y aprovecharlo, porque en otros momentos de lucidez personal, que no suelen coincidir con los anteriores, me doy cuenta de que esto es realmente  maravilloso: a pesar del paso del tiempo y de ir haciéndome mayor, aún estoy creciendo y aprendiendo, conociéndome y moldeándome; aceptándome y queriéndome. Como dice una buena amiga, solo volvería atrás sabiendo lo que sé. Y como eso es imposible, con toda mi historia sigo adelante, caminando con la mochila medio llena ya y medio vacía aún, con ánimo y ganas de ir llenándola, sin necesidad de cambiarla ni esconderla. Con el ritmo que marque la vida y el compás que marque mi estilo. No necesito nada más.



(Fecha de publicación original: 11 de julio de 2015)

Un título a medias

Ante el día 23 de abril, quiero poner un cartel en la luna de mi comercio: "Se necesitan lectores con o sin experiencia". Me preocupan los millones de parados (y mucho), pero me descorazonan los millones de objetores a la lectura y los lectores pasivos que no se sienten perjudicados por la lectura ajena. Hemos de rearmar con libros el ejército de analfabetos funcionales que dejan vista, tiempo y sensibilidad ante interminables competiciones de fútbol digital, francotiradores sin escrúpulos y coleccionistas de frutas. Aunque solo sea por hoy, demos la palabra a los libros y a quienes sienten mejorar su vida por las lecturas que viven y comparten:

En materia de libros, siempre he sido de las que no ha podido evitar poseer todo aquello que leía, por obligación o por devoción. De las que, sin querer queriendo, intentaba lucir biblioteca personal ordenada por editoriales y hasta por número de publicación según colecciones. Me miraba y remiraba mis libros, mis montones de historias, con las que evocaba recuerdos de lecturas pasadas o proyectaba esperanzas de futuras aventuras... Y es que me he gastado en papel impreso lo que tenía y lo que no (me vienen a la memoria deudas infinitas en la facultad de Teología, donde M. Jesús me anotaba con su peculiar letra en la libreta de los préstamos). Papel en cualquiera de sus variantes. Así era yo.
Y digo era porque, de un tiempo a esta parte, he cambiado. Si afirmo que del todo miento como una bellaca, porque en mi fuero interno seguiría comprando libros sin parar, llenando estanterías por doquier (la vitrina donde mi madre me decía que tocaba exponer la vajilla buena la tengo llena de libros) y entreteniéndome horas y horas ordenando todo en mis armarios favoritos que guardan historias maravillosas. Pero hoy en día todo lo haría con cierto remordimiento de conciencia por tres razones: por el desembolso económico, por la invasión de espacio familiar y por el tiempo no dedicado a cosas más urgentes (aunque de vez en cuando me doy un capricho a tres bandas, lo confieso).
Por eso y por más motivos, decidí cambiar. Fue poco a poco, sin darme mucha cuenta, quizás de un día para otro. Ya lo había hecho otras veces, es cierto, pero no con la asiduidad con que lo hago ahora. Es algo muy sencillo y tan antiguo como el ir a pie, a lo que yo era bastante reticente por mi afán de posesión: descubrí el gusto de que me presten libros. Así, sin más. Me contuve en las primeras ocasiones de comprar el ejemplar una vez leído (y lo suyo me costó). De ese modo, cada vez la tentación fue menor, hasta el punto de que hoy en día leo más libros prestados que propios. Lo reconozco abiertamente.
Me encanta leer lo que me recomiendan mis amigos y conocidos, ya sin esa necesidad imperiosa de comprar el libro después, y sin más filtro que el gusto ajeno o el de quien conoce mis preferencias. Y, por supuesto, he reducido el porcentaje de ocasiones en el que he tenido el típico quebradero de cabeza del lector necesitado (¿y ahora qué leo?). Solo por eso ya vale la pena. También he dejado muchos libros, y lo sigo haciendo, siempre que alguna amiga (más que amigo) me pide consejo o atraviesa esa racha de sequía lectora. Porque cuando te prestan un libro, sí o sí, hay que acabarlo. Aunque sea por quedar bien. Y especialmente por poder responder a la pregunta obligatoria en el momento de la devolución: ¿te ha gustado? Pues sí, o pues no. Eso ya depende de cada uno, y de cómo se lo vaya a tomar el propietario del ejemplar.
En mi caso, leer de prestado ha supuesto una ampliación importante de horizontes literarios, ya que de esta forma he leído obras que de otro modo probablemente no hubieran llegado a mis manos, por falta de atracción por la trama o por el autor. Por ejemplo: nunca jamás hubiera leído "Ángeles y demonios", de Dan Brown, si no fuera por el amigo que me lo dejó. A Davit sí lo recomiendo encarecidamente como amigo, pero el libro no. Y el autor menos.
Sin embargo, esto no es lo habitual. Normalmente me encantan los libros que me dejan. Y me gusta más aún conversar con su propietario o propietaria sobre la obra en cuestión. Un café, un intercambio sereno de impresiones, unas rápidas palabras por el pasillo en el momento de la devolución, un e-mail (mi valoración al finalizar "En los zapatos de Valeria" era urgente enviársela a Paloma, aunque habíamos intercambiado millones de mensajes durante la lectura)  o un mensaje de whatsapp. ¡Y hasta un grupo con ese fin! Ahí estamos Ana, Fernando y yo tecleando palabras y emoticonos sobre nuestras lecturas, nuestros préstamos, a menudo sobre películas y de vez en cuando sobre vino. Y tomando ese café literario casi todo los lunes.
Y es que ése es el secreto: la relación que se establece entre los que comparten lecturas. Porque leyendo así, lo personal se enriquece con lo ajeno, lo real se complementa con lo ficticio, lo lógico y racional de la cotidianidad acogen lo inverosímil y mágico de la fantasía... Y se fortalecen las relaciones. Por eso, los lazos entre los co-lectores se estrechan, ya que leer lo que le gusta al otro te ayuda a conocerlo mejor. Sin ninguna duda. Y a veces, a entenderlo y quererlo más.
En este mes en que se celebra el Día del Libro no puedo dejar de dar las gracias a todas aquellas personas con las que comparto amor, amistad, cariño y lectura. Porque gracias a ellos y a ellas he encontrado el gusto a la novela negra (Mankell, he de mencionarte por obligación; especialmente "La falsa pista"), he releído poetas (Lorca, por ti, Vicente), me he suscrito a revistas (Cristianismo y Justicia, Dani, que aún sigo) y hasta me fotografío con estatuas de autores literarios (ya lo hacía antes, pero ahora con mayor ilusión porque comparto afición con algunas de mis mejores amigas y porque así actualizo mi foto de perfil de las redes sociales de vez en cuando).

Para finalizar, dos recomendaciones: el último libro que he comprado (después de este alegato a favor del préstamo, ¡parezco incoherente! Quizás lo sea, pero en esta ocasión no me importa). Se titula "La gente feliz lee y toma café", de Agnès Martin-Lugand -a estas alturas, mi ejemplar lo han leído ya tres amigas, en poco más de un mes desde que lo adquirí-. Y la única recomendación que me ha hecho la otra mitad de este blog: "Bolboretas", de Xavier P. Docampo. Son, pues, dos títulos que comparto, no uno. Dos títulos a medias. Porque, como el café, un libro compartido sabe mejor. ¡¡Feliz día del libro!!




(Fecha original de publicación: 22 de abril de 2015)