jueves, 10 de diciembre de 2015

Como decía el poeta...

Sinceramente, pasan los días y yo continúo sin digerir la realidad. Me esfuerzo, lo intento, escucho, hablo sobre ello, leo, veo, comparto, reivindico, argumento... Pero no hay manera. Sigue revolviéndose algo en mis entrañas cada vez que se comenta algo sobre el fanatismo religioso. Es una preocupación siempre latente que los recientes y no tan recientes acontecimientos han reavivado, con todos los temas que derivan de ella: violencia, imposición, opresión, dolor, miedo, la valoración de la mujer, los intentos de explicar causas, las posibles consecuencias...

Todo esto situado en el mes de enero, en el que los cristianos rezamos por la unidad de las iglesias, y los colegios celebramos el Día Escolar de la Paz y la No Violencia, hace que la digestión sea, si cabe, más pesada. Y, sin embargo, más urgente. ¿Cómo hablar de unidad cuando los acontecimientos dividen? ¿Cómo hablar de paz cuando la violencia abruma? ¿Cómo construir humanidad cuando la reacción instintiva es odio, aversión y rechazo al otro? 

Leyendo y escuchando datos una queda realmente impresionada; desde el repaso general de los conflictos internacionales hasta las cifras de asesinatos por el fanatismo religioso. Cuanto menos, escalofriante. Imposible la indiferencia.

Pero esta conmoción debe evolucionar (me digo), y solo consigo hacerlo mediante la reflexión y la oración, la conversación y la escritura. En todo este proceso surgen muchos interrogantes, pero dos en concreto de forma recurrente: cómo llega un creyente al fanatismo religioso y qué define y aporta la auténtica fe, la fe bien entendida, bien interpretada, o como queramos llamarla. Después de leer, escuchar y comentar, comparto con el Papa Francisco que el fanatismo religioso resulta de tomar a Dios como excusa para justificar una ideología y unos actos, por encima de todo lo demás. Y, aunque ahora esté manifestándose de forma exacerbada el islámico, existe en todas las religiones. Porque así somos los seres humanos: en ocasiones exagerados hasta el extremo. Pero esto no es lo habitual, ni lo que suele ocurrir en una persona creyente: como decía la otra mitad de este blog, “la fe sincera facilita el amor”, y contribuye al respeto, al diálogo y a la aceptación del otro. Aunque sea diferente. Y aunque los creyentes no queramos, no podamos o no sepamos manifestarlo.

¿Cómo vehicular todo esto? ¿Cuál es el problema y cuál es la solución? Obviamente, no lo sé. Pero entonces, ¿cómo hacer para contribuir a crear una sociedad respetuosa, dialogante, integradora, pacífica, etc.? En definitiva, ¿cómo construir Reino de Dios, a partir de la realidad que estamos viviendo?

Pues al alcance de mi mano solo tengo una respuesta: educando. Sí, así de simple y de complicado a la vez. Los que me conocéis sabéis que me dedico a eso, además en la Escuela Pía, pero también debéis saber que no llego a esa conclusión por mi vocación, sino por descarte, por reducción, porque necesito llegar al punto último de mi razonamiento, y a partir de ahí construir. Así, con enunciados muy generales, afirmo que la ignorancia limita, cierra puertas, empobrece, aísla y reduce a la persona. Sin embargo, la educación (que no la mera transmisión de saberes) abre esas puertas, enriquece, agranda y crea esperanza y expectativas vitales. Pero únicamente ocurre esto si es una educación integral e integradora, es decir, si en ella se tienen en cuenta todas las dimensiones del ser humano (y no me refiero con esto a dar o no religión, sino a educar en ser persona, en sentir, en expresar, en respetar, en convivir…) y si se tienen en cuenta en igualdad de condiciones a todos los seres humanos, tanto los que son como yo como los que son diferentes. Porque sí sé que el rechazo genera rechazo, y la violencia –no solo física- es una manera de expresarlo.

Pero “educando” también es aludir a los “educadores”. Nuestras metodologías, nuestros comentarios de pasillo, nuestras maneras de valorar a los alumnos, nuestro estilo de dar clase, las varas de medir empleadas y el estilo de evaluar… ¿Transmitimos con nuestras maneras y oficios una cultura de la igualdad, del respeto, de la acogida a lo diferente? ¿Estamos preparados para educar en un verdadero diálogo entre la fe y la ciencia, entre la fe y la cultura? El dilema no es religión en la escuela o no, el verdadero reto es contar con educadores preparados y dispuestos a dialogar desde las religiones y las culturas; educadores que ayudan a establecer los límites entre la libertad de expresión y el respeto a las creencias; educadores que siembran cada día desde sus asignaturas valores laicos y religiosos sin apegos ideológicos; educadores, en definitiva, dispuestos a crear lazos, construir puentes y posibilitar el encuentro entre los seres humanos más allá de toda distinción por condicionamientos culturales, sociales, religiosos o económicos.

Así, de este modo, quizá vayamos dando pequeños pasos hacia la construcción de un mundo más humano, donde la paz sea el escenario de una convivencia feliz entre personas (guapos y feos, ricos y pobres, de aquí y de allá… ¡qué sé yo la de diversidad humana que existe! Todos personas, al fin y al cabo).


Así, de este modo, cobra de nuevo sentido la celebración del Día de la Paz, con más fuerza que antes, con más urgencia que antes. “Pido la paz y la palabra”, decía Blas de Otero para defender el reino del hombre y su justicia. Yo también, en ese mismo orden: primero la paz; después la palabra. Primero lo que nos une, después lo que nos separa. Primero la condición, después su expresión. Primero el horizonte, después el camino… Para crear Reino, para ser personas; en definitiva, para construir un mundo mejor.



25 de enero de 2015 (fecha original de publicación)

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