Sinceramente, pasan los
días y yo continúo sin digerir la realidad. Me esfuerzo, lo intento, escucho,
hablo sobre ello, leo, veo, comparto, reivindico, argumento... Pero no hay
manera. Sigue revolviéndose algo en mis entrañas cada vez que se comenta algo sobre
el fanatismo religioso. Es una preocupación siempre latente que los recientes y
no tan recientes acontecimientos han reavivado, con todos los temas que derivan
de ella: violencia, imposición, opresión, dolor, miedo, la valoración de la
mujer, los intentos de explicar causas, las posibles consecuencias...
Todo esto situado en el mes de enero, en el
que los cristianos rezamos por la unidad de las iglesias, y los colegios
celebramos el Día Escolar de la Paz y la No Violencia, hace que la digestión sea,
si cabe, más pesada. Y, sin embargo, más urgente. ¿Cómo hablar de unidad cuando
los acontecimientos dividen? ¿Cómo hablar de paz cuando la violencia abruma?
¿Cómo construir humanidad cuando la reacción instintiva es odio, aversión y
rechazo al otro?
Leyendo y escuchando datos una queda
realmente impresionada; desde el repaso general de los conflictos
internacionales hasta las cifras de asesinatos por el fanatismo religioso.
Cuanto menos, escalofriante. Imposible la indiferencia.
Pero esta conmoción debe evolucionar (me
digo), y solo consigo hacerlo mediante la reflexión y la oración, la
conversación y la escritura. En todo este proceso surgen muchos interrogantes,
pero dos en concreto de forma recurrente: cómo llega un creyente al fanatismo
religioso y qué define y aporta la auténtica fe, la fe bien entendida, bien
interpretada, o como queramos llamarla. Después de leer, escuchar y comentar,
comparto con el Papa Francisco que el fanatismo religioso resulta de tomar a
Dios como excusa para justificar una ideología y unos actos, por encima de todo
lo demás. Y, aunque ahora esté manifestándose de forma exacerbada el islámico,
existe en todas las religiones. Porque así somos los seres humanos: en ocasiones
exagerados hasta el extremo. Pero esto no es lo habitual, ni lo que suele
ocurrir en una persona creyente: como decía la otra mitad de este blog, “la fe
sincera facilita el amor”, y contribuye al respeto, al diálogo y a la
aceptación del otro. Aunque sea diferente. Y aunque los creyentes no queramos,
no podamos o no sepamos manifestarlo.
¿Cómo vehicular todo esto? ¿Cuál es el
problema y cuál es la solución? Obviamente, no lo sé. Pero entonces, ¿cómo
hacer para contribuir a crear una sociedad respetuosa, dialogante, integradora,
pacífica, etc.? En definitiva, ¿cómo construir Reino de Dios, a partir de la
realidad que estamos viviendo?
Pues al alcance de mi mano solo tengo una
respuesta: educando. Sí, así de simple y de complicado a la vez. Los que me
conocéis sabéis que me dedico a eso, además en la Escuela Pía, pero también
debéis saber que no llego a esa conclusión por mi vocación, sino por descarte,
por reducción, porque necesito llegar al punto último de mi razonamiento, y a
partir de ahí construir. Así, con enunciados muy generales, afirmo que la ignorancia
limita, cierra puertas, empobrece, aísla y reduce a la persona. Sin embargo, la
educación (que no la mera transmisión de saberes) abre esas puertas, enriquece,
agranda y crea esperanza y expectativas vitales. Pero únicamente ocurre esto si
es una educación integral e integradora, es decir, si en ella se tienen en
cuenta todas las dimensiones del ser humano (y no me refiero con esto a dar o
no religión, sino a educar en ser persona, en sentir, en expresar, en respetar,
en convivir…) y si se tienen en cuenta en igualdad de condiciones a todos los
seres humanos, tanto los que son como yo como los que son diferentes. Porque sí
sé que el rechazo genera rechazo, y la violencia –no solo física- es una manera
de expresarlo.
Pero
“educando” también es aludir a los “educadores”. Nuestras metodologías,
nuestros comentarios de pasillo, nuestras maneras de valorar a los alumnos,
nuestro estilo de dar clase, las varas de medir empleadas y el estilo de
evaluar… ¿Transmitimos con nuestras maneras y oficios una cultura de la
igualdad, del respeto, de la acogida a lo diferente? ¿Estamos preparados para
educar en un verdadero diálogo entre la fe y la ciencia, entre la fe y la
cultura? El dilema no es religión en la escuela o no, el verdadero reto es
contar con educadores preparados y dispuestos a dialogar desde las religiones y
las culturas; educadores que ayudan a establecer los límites entre la libertad
de expresión y el respeto a las creencias; educadores que siembran cada día
desde sus asignaturas valores laicos y religiosos sin apegos ideológicos;
educadores, en definitiva, dispuestos a crear lazos, construir puentes y
posibilitar el encuentro entre los seres humanos más allá de toda distinción
por condicionamientos culturales, sociales, religiosos o económicos.
Así, de este modo, quizá vayamos dando
pequeños pasos hacia la construcción de un mundo más humano, donde la paz sea
el escenario de una convivencia feliz entre personas (guapos y feos, ricos y
pobres, de aquí y de allá… ¡qué sé yo la de diversidad humana que existe! Todos
personas, al fin y al cabo).
Así, de este modo, cobra de nuevo sentido
la celebración del Día de la Paz, con más fuerza que antes, con más urgencia
que antes. “Pido la paz y la palabra”,
decía Blas de Otero para defender el reino del hombre y su justicia. Yo
también, en ese mismo orden: primero la paz; después la palabra. Primero lo que nos une, después lo que nos
separa. Primero la condición, después su expresión. Primero el horizonte,
después el camino… Para crear Reino, para
ser personas; en definitiva, para construir un mundo mejor.
25 de enero de 2015 (fecha original de publicación)
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