viernes, 11 de diciembre de 2015

¿Cuántas son 400 personas?

Cuando lo que veo, leo, siento o pienso no puedo expresarlo con las palabras que almaceno desde mi infancia, sé que estoy ante un acontecimiento que me transciende o me supera. Me ha pasado ante la erupción de un volcán en directo; la fiesta sorpresa de un grupo de compañeros; el detalle tierno de un niño pequeño; la lectura de 'Cien años de soledad' o el recuerdo de momentos y personas de una etapa que se acaba en mi vida... Pero esta vez, ha sido distinto. 

Tras su lectura, no encontré siquiera el sentimiento; es más, creo que no sentí. Fue una sensación entre el vacío y la orfandad emotiva. Busqué reacciones que pudieran suscitar algo en mí, que despertasen mi letargo apático, pero los comentarios triviales sobre otros acontecimientos deportivos contemporáneos a la noticia leída, solo hicieron que excavar más profundo el hueco. No lograba salir de la acedia. Quise ampliar la noticia leída con la imaginación: ¿cuántas son 400 personas? Más que todos los alumnos de Secundaria de mi colegio; el salón de actos a rebosar; 8 autobuses llenos; casi 40 equipos de fútbol; más personas que caben en un airbus 340... Pero no me venía la imagen de una embarcación a motor con 400 personas a bordo, pues tantas personas me da la impresión que solo caben en los grandes cruceros. Y de repente, una imagen me hizo reaccionar, ¿cómo flotan 400 cuerpos inertes? Y en ese momento me sentí horrorizado. Pensar en todos mis alumnos de Secundaria flotando boca arriba, inflados por el agua; imaginar a todo el auditorio de mi colegio (niños, adultos y ancianos) balanceándose sin dueño sobre las aguas; visionar a los jugadores de fútbol de todos los equipos de primera y segunda división con la piel blanquecina y arrugada por el agua fría del mar... Me sobrecogí, y sin tiempo a reaccionar, me vino una convulsión involuntaria, descubriendo que tras los cuerpos flácidos y ausentes, pude ver a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a... Me derrumbé. O detenía mi puñetera y macabra imaginación o podía acabar destemplado, desvelado y azorado. Era de noche.

Pasaron unos minutos. Seguí trasteando con la yema del pulgar otros tuits con mensajes totalmente irrelevantes que se sucedían de noticias deportivas sobre dos equipos de fútbol (-22 personas-, pensé), y de nuevo la maldita cifra: 400.

Quizá no es real. Es un titular alegórico, llegué a pensar, tras comprobar que un suceso así había hecho arder las redes en otras ocasiones. Seguí deslizando el pulgar y continuaban los tuits deportivos. ¡Otra vez la cifra: 400! Me vinieron las duras palabras del Papa hace unos meses en la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo, al decir que no se permita convertir el Mediterráneo en un gran cementerio... Pero sin losas con nombres, ni cruces ni fotografías que recuerden a nadie. Un cementerio anónimo. Líquido. Olvidado. Bochornoso.

Todavía hoy no estoy rehecho. Recelo de una sociedad como la mía y de un ciudadano como yo. Nos hemos acostumbrado a la carroña. Ya no huele, ya no es desagradable, es pan cotidiano, condimento de otros alimentos delicatesen. La vida humana es número y apellido, los sustantivos han desaparecido. 400 es número, apellido, africanos. Entonces son 400, sin más. 

En ocasiones, en un delirio heroico de martirio, pienso en tiznarme la piel, viajar hasta Nigeria o Sudán o... y pagar un pasaje en uno de esos 'cruceros de la mentira'. ¿Qué pasaría si naufragamos 399 africanos y 1 español? El titular reventaría las redes sociales: "¡Catástrofe humanitaria en las costas italianas! 400 personas ahogadas entre las que viajaba un español." No se me va de la cabeza. Quizá sea una bonita manera de dar la vida...


Un favor. Si ocurre, y alguno relaciona el suceso conmigo y recuerda estas palabras, no las dé a conocer hasta pasado unos días, así, quizá, los 400 ahogados, tengamos más cuota de pantalla durante más días. Pasado el tiempo, en el mar, también mi apellido se desvanecerá entre las aguas y mi piel blanca, junto a la oscura de tantos otros, producirá idéntica espuma al romper las olas en la pétrea costa de nuestra conciencia humana europea.








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