Aunque ni siquiera podáis leerme, formo parte de lo que
llamáis Reyes Magos. Y hasta aquí os puedo contar. Pero me gustaría deciros
algo antes de que lleguemos. Imagino que pocos padres o madres os harán llegar
estas palabras; sin embargo necesito decíroslas aun a riesgo de perderlas entre
las pelusas navideñas…
Pedir no es fácil, porque para pedir bien hay que acallar el
grito del deseo. Si solo pides lo que deseas, no estás optando por lo que
realmente te gusta, ni por lo que necesitas; ni siquiera por lo que te hará
pasar horas disfrutando de tu estrenada vida. Pedir es descubrir la vocecita
que hay tras el fuerte jaleo del deseo de estos días. Es escuchar las palabras
tras el griterío de un catálogo de juguetes, o los mostradores atestados de
cajas y luces de colores. Pedir bien es escucharte a ti mismo hasta llegar a un
pequeño cestito de palabras que guardas en tu corazón y que apenas sabrás
ordenar para formar frases simples: sujeto, verbo y complementos. Con muy pocos
complementos. Pero si eres capaz de formar esas frases, conocerás el secreto de
la verdadera felicidad de los regalos. Si no das con ellas, pedirás sin
descanso, recibirás año tras año, alimentarás la codicia con la que no podrás
descansar, y siempre tendrás la sensación de no quedar satisfecho, de haber
olvidado el mejor regalo, de probar la tristeza de lo aburridos que son los
deseos ruidosos satisfechos…
Escucha. No a mí, sino a tu corazón. Haz un poco de silencio
e intenta identificar las insinuaciones que nacen del cestito. Al principio
solo te vendrán palabras sueltas: imaginación, construir, diálogos, crear,
habilidad, ternura, maternidad, deporte, investigar… son palabras que hablan de
tus verdaderos deseos. Pero tienen una gran debilidad: son tecnófobas. ¿Que qué
quiere decir? Que huyen ante la bruja que las somete y las encarcela, las
amordaza y hace que desaparezcan: la tecnología. Un smartphone, una videoconsola, una tablet… las hacen huir para no quedar atrapadas para siempre. Ellas
están en ti, pero no pueden arriesgarse a salir ante estas amenazas. Y,
mientras crees que juegas, vas ahogando tu infancia a manos de los inventos
adultos, va perdiendo vigor tu magia y el cestito busca corazas que lo
protejan, aislando así tus mejores palabras y creando un gran vacío entre tus
deseos más profundos y la posibilidad de realizarlos.
Yo lo he visto; es más, lo he vivido. Durante años, pocas
veces recibí lo que pedía a los Reyes Magos (robots, maquinitas de
marcianitos…) pero me llegaban pequeños coches con los que hacía fantásticas
carreras y aparcaba en el enorme garaje de debajo de la gran mesa de madera del
comedor de mi casa. Algunos clicks,
pequeños muñecos articulados, nunca con su barco pirata o el camión de
bomberos, pero sí con pequeños artilugios para realizar un torneo medieval o
enseñarles a realizar una sencilla obra urbana. Los vestía, los alineaba para
el combate, organizaba la obra sin cortar del todo el tráfico a los coches…
Yo, sin embargo, pasaba las horas, los días, los años,
jugando con mis muñecas: Barriguitas, Barbie, Nancy… ¡con cualquiera! Sola o en
compañía; en mi habitación, en la cocina, en el salón; con complementos y sin
ellos. Todo valía porque siempre tenía ganas de jugar. En un segundo mi
imaginación volaba hacia una escuelita, una casa, una fiesta, una peluquería o
cualquier lugar. Y mi hermana y yo las vestíamos, las peinábamos, las
arreglábamos, las hacíamos bailar, cantar, reír y disfrutar casi tanto como lo
estábamos haciendo nosotras. Y, sin duda, lo mejor de todo era confeccionarles
nosotras los trajes, con la guía siempre cariñosa de mis abuelas. ¡Era
fantástico!
Jugando así, las horas de la tarde pasaban como las solitarias
nubes en el cielo de un día despejado y ventoso. Aquellos diálogos, aquellas
historias, aquellos muñecos simples, me enseñaron a crear, a coleccionar
palabras nuevas y a saber combinarlas. Sin darme cuenta, mis deseos profundos
se iban haciendo juego, y mi juego, satisfacción y vida. Con aquellos juegos de
estrategia o de compra de viviendas, descubrí el valor absoluto de contar con
otros, de la necesidad de jugar con otros para poder ser feliz. Al fin y al
cabo, amigo niño, la vida es un gran juego donde no importa lo que ganas o lo
que pierdes, que para todo hay, sino el saberte acompañado de otros. Y esto, lo
aprendí jugando con otros.
Una vez viajé a un país muy lejos de aquí. Y visité a niños
que no podían dejar de sonreír, que daban gracias por todo y lograban hacer de
casi cualquier cosa, un juguete para compartir. Parecía que no tenían de nada,
pero pude ver en ellos, en su mirada, en sus labios arqueados, las palabras de
sus cestos. ¡No necesitaban pedir, porque hacían magia! Tomaban entre sus
dientes algunas de las palabras de su cestita y la piedras se convertían en
proyectiles contra un barco enemigo con forma de lata vieja (pero ellos sabía
perfectamente que bajo el disfraz había un terrible barco de guerra
amenazante); entrelazaban maderas que se distribuían casi por brujería en forma
de coche de rally y, con unos tapones de botellas, les cambiaban las ruedas a
la velocidad de la fórmula uno. ¡Era alucinante! ¡Nunca he visto reír con tanta
fuerza a unos niños jugando! ¡Eran dueños de su tiempo! Y lo mejor de todo es
que no necesitaban un cajón para guardar los juguetes, ni siquiera ordenarlos.
Cuando los querían, hacían brotar las palabras de su cestita interior y se montaban
una juguetería.
Querido niño, querida niña, no dejes que te roben la cesta
de tus palabras, o que griten tanto los de fuera que se quede escondida para
siempre. Sabrás que han quedado escondidas tus mejores palabras cuando te
levantes a los tres días de recibir los regalos de Reyes y no sientas ilusión; cuando
prefieras enseñarlos más que jugar con ellos; cuando el regalo te aísle de los
demás, te haga gritar a tu madre que te deje en paz o cuando no necesites a
otros para jugar. Ese día, si eres valiente, si todavía puedes hacer un hueco
al susurro delicado de tus palabras escondidas y temerosas, colecciona unos
cuantos tapones, saca de la papelera los envoltorios de los regalos, pídele
unas pinzas de colgar la ropa a tus padres, reúne a unos cuantos valientes
amigos como tú… y haciendo un poco de silencio a tanto ruido engañoso, dejad
que vuestras palabras interiores broten como mariposas desenjauladas. Y cuando
oigas que os dicen desde la cocina: ¡recoged ya que vamos a cenar! y al mirar
por la ventana solo veas oscuridad, sentirás que te nace de dentro como una
estrella fugaz la palabra de la felicidad: ¿¿¿YAAAAAA???
30 de diciembre de 2014 (fecha original de publicación)
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