viernes, 19 de octubre de 2018

Motivos de lectura I: LA PELÍCULA

El momento de decidir la próxima lectura es inquietante: lo amo y lo odio a partes iguales. Con el libro electrónico la indecisión se agudiza, porque tras levantar la solapa de la funda se abre un abanico de posibilidades idéntico al que se produce al mirar las estanterías de una biblioteca bien nutrida.

Cierto es que cualquier motivo es bueno para elegir el título al que entregarse los próximos días, semanas o meses (lo de horas, así en plural, está reservado para un reducido número de "elegidos de la vida" que tienen tiempo y gusto para invertirlo). En esta ocasión, mi motivo es fútil, sin embargo me resulta curioso, porque normalmente me ocurre a la inversa: mi primer contacto es el literario y después el cinematográfico.

Pero la semana pasada, buscando en una de las plataformas de televisión por internet una historia con la que entretenerme, el orden de los factores se alteró: encontré la imagen de una película que me sonaba. El estímulo fue instantáneo antes de apretar el botón de seleccionar. "Es el título de un libro de Silva". ¡Alto! Comprobación inmediata con mi gurú literaria (que no es Google, que conste; se llama Ana) y decisión rápida: primero el libro. Cambio de peli. Y, tras conseguir y descargar la novela, los astros se conjuraron para entrar por un día en el grupo de los "elegidos" y devorarla en unas horas.

"Ahora toca la película"- pienso tras llegar al cien por cien del libro completado. Pero sigo pensando y esta vez no se cumplirá la propiedad conmutativa y el orden de los factores sí alterará el producto: por la dureza de la historia, decido dejarlo aquí. El libro es suficiente.

A pesar de que la cinta tiene en su haber el premio Goya a la mejor actriz revelación en su XVIII edición, me quedo con el relato, el estilo y los personajes que Silva ha tejido con su ingenio y sus palabras en La flaqueza del bolchevique. Y con el descubrimiento de la historia de las últimas duquesas rusas, que me ha abierto un mundo de posibilidades literarias...





Foto publicada en www.historiasdemujeres.com. Os recomiendo esta web y la entrada referida a ellas: https://www.mujeresenlahistoria.com/2011/04/las-ultimas-duquesas-olga-tatiana-maria.html

lunes, 13 de agosto de 2018

Pequeños refugios

Hace tiempo que no paso por aquí y ya era hora. A veces el tiempo hace creer que olvidamos, pero en realidad no es así. Una siempre vuelve –o debería hacerlo- a los lugares donde ha estado a gusto. O donde ha echado raíces más o menos sabrosas, por lo menos.

Escribo casi de modo instintivo, porque esta semana el tema ha sido recurrente. Y me parece interesante e importante no dejarlo pasar. 

La primera anécdota que lo motiva es una conversación de whatsapp, de las cotidianas (en uno de los grupos más activos del que formo parte y en el que ‘hablamos’ a diario): uno de mis amigos este año no ha acudido a una cita típica del verano. Él y sus colegas (pero más sus colegas) han dejado que la realidad se imponga a la tradición, a las buenas costumbres (que no bondadosas, jeje) y ya no ha podido disfrutar de su día especial de recuerdos adolescentes y encuentros casi siempre afortunados. En nuestra charla virtual comentábamos que, aunque a veces dé pereza, uno no puede fallar a esas convocatorias. Estas pequeñas pérdidas suponen, sin darnos cuenta, algo de renuncia a ser nosotros mismos. Yo así lo pienso: pequeñas costumbres bonitas (de encuentros y reencuentros con personas, lugares, sensaciones…) me hacen revivir que soy un poquito más yo.

El otro destello temático relacionado con esto lo he encontrado en el libro que estoy leyendo ahora (El laberinto de los espíritus,de Carlos Ruiz Zafón). Llega un momento de su vida en que Alicia, uno de los personajes principales, rememora una sabia enseñanza que me aplico desde ya:

El año en que Alicia Gris llegó a Madrid, su mentor y titiritero, Leandro Montalvo, le enseñó que cualquiera que aspire a conservar su sano juicio necesita de un lugar en el mundo en el que pueda y desee perderse. Ese lugar, el último refugio, es un pequeño anexo del alma al que, cuando el mundo naufraga en su absurda comedia, uno siempre puede correr a encerrarse y extraviar la llave. Uno de los hábitos más irritantes de Leandro era el de tener siempre la razón.

En la historia el refugio de Alicia es, cuanto menos, curioso. Es de los lugares donde yo también me refugiaría, y hasta podría vivir allí. Ella lo visita periódicamente, según necesidades vitales y épocas. Y le ocurre como en el caso anterior: cada vez que va, es un poquito más ella.  Se va (re)construyendo, hasta el punto de poder contar allí y a Virgilio, su habitante, lo que nunca ha podido verbalizar a nadie. Ni a ella misma.

Algo así ocurre con esas citas anuales que no podemos perdernos. Quizás algún año sí, venga, por causa de fuerza mayor. Pero ya está. Solo uno. Porque cuanto menos nos esforzamos por vencer esa pereza mental (realmente está en nuestra mente, no en nuestro cuerpo), más fuerte se hace, más nos cuesta, menos podemos. Y nos perdemos uno de esos pequeños refugios que nos ayudan a rememorar, a acordarnos de lo que éramos para conocer y apreciar mejor lo que somos. Por eso, quizás podríamos plantearnos asistir (¡u organizar!) uno de estos encuentros de aquí a… ¿final de año? ¡Quizás!

Y mi última propuesta: visitar de nuevo o encontrar por vez primera nuestro refugio, como el que tiene Alicia. Es maravilloso tener un lugar donde poder estar y ser tú, donde encontrarte con tu esencia. Además, es necesario. Los vaivenes de la vida hacen que, sin puntos fuertes a los que aferrarse, todo sea más difícil de sobrellevar.

Para descubrir el pequeño refugio de Alicia Gris solo hace falta leer una novela. Para descubrir el mío, el tuyo, solo hace falta “leer” el alma. Y, dicen algunos, el verano es un tiempo propicio para la lectura.


(La imagen en esta entrada la ha de poner cada uno, porque me gustaría que fuera la de su pequeño refugio, o de uno de ellos. En los comentarios, por ejemplo.
Sin decir el lugar. Un refugio siempre es secreto -shhhhhh-).

lunes, 23 de abril de 2018

Historias de cine

Lo curioso de la cuestión es que el libro estaba descargado en mi dispositivo varios años, en uno de esos ratos en que encuentro el momento de rebuscar por la red alguna lectura sugerente. Pero aún no le había llegado su hora, hasta hace más o menos un mes. Lo elegí por saturación de lo cotidiano: quizás adentrarme en otra época y en otra vida oxigenaría un poco mi cerebro. También por explorar un género prácticamente intacto en mi trayectoria de lectora: la biografía. Y, por supuesto, por admiración total por ella: la protagonista. 

Estaba segura de que me iba a resultar interesante, porque la actriz me encanta. Y descubrir una vida tan radicalmente distinta a la mía me iba a entretener seguro. Pero conocer a Audrey Hepburn fue mucho más que eso: ¡una auténtica sorpresa! Lejos de lo que aparenta su clásica imagen (belleza, estilo, elegancia, clase, lujo…) he descubierto a una mujer frágil y muy sensible, con una historia dura, difícil, marcada por la guerra y el sufrimiento. También a una chica cariñosa, entregada y sumamente delicada. Pero sobre todo, una dama.

Me ha encantado leer sobre los entresijos de los rodajes, los grandes actores y actrices de Hollywood, la producción, la elección de escenarios, de vestuario… También me ha gustado ver plasmada la evolución del cine clásico al moderno a ojos de ella, que son muy peculiares. He visto más claro que nunca que, efectivamente, el cine es una industria y lo que fabrica es ficción, porque la realidad que hay detrás de muchas historias filmadas no es tan bonita ni agradable.

Sinceramente, es una vida para leer. Si no la de ella, sí la de las personas que despiertan cierta admiración o interés en cada uno. Estaría bien que pensáramos un instante, de vez en cuando, a quién nos gustaría conocer más y mejor. Es más, la biografía es un género amplísimo para explorar. De Audrey Hepburn, de hecho, hay varias publicadas (una escrita por su hijo mayor), aunque yo he leído la de Donald Spoto, que la retrata con un respeto y un cariño deliciosos, sin omitir los detalles menos agradables de su personalidad y de su historia.

Nueva York. Sin duda es el lugar que inhala parte de su aroma. A día de hoy, en cualquier esquina donde aparca un vendedor ambulante, puedes encontrar un marco que contiene una de las imágenes de Audrey Hepburn. Sigue adornando el ya de por sí interesante paisaje urbano neoyorquino. Es más, hace que pasear por este escenario multicultural y diverso se torne acogedor y agradable. El rostro inocente, dulce y sencillamente sofisticado de Audrey, convierte los paseos por las grandes avenidas un lugar más habitable. Una niña siempre enriquece el paisaje. Y más si es con diamantes.

Para terminar con mi recomendación particular en el Día del Libro, dos apuntes: 
1. Empecé a leerlo por casualidad, mientras esperaba a que mi hijo saliera de su clase de Lenguaje Musical, en la terraza del conservatorio. Buen escenario para una mujer que destacó en muchas cosas, pero no por su voz. ¡Ironías de la vida!
2. Me propuse tomar nota de las frases que me llamaran la atención, porque el inicio fue potente; pero no fui constante en mi empeño y, al concluir el libro, solo había anotado estas dos: “Los nacidos en sábado trabajan para ganarse la vida”(y es que Audrey nació en sábado, ¡y yo también!; al leerla pensé: “¿Y el resto de mortales cómo lo hacen?”). Y la segunda, ya en la última parte de su vida, cuando se dedicó a colaborar con Unicef: “Para Audrey la cuestión era sencilla: ´Dar es vivir. Cuando se deja de dar no hay nada por lo que vivir´”. Me impactó. Por eso, sin más comentarios, la dejo para el final.

La clásica, la Audrey del encanto y la sofisticación:


Una imagen de ella muy especial, que me regaló mi blogger favorita hace… ¡4 años! Una Audrey natural y sonriente:


Y, como no podía ser de otra manera en el día del libro, Audrey lectora: 


Desde el blog os deseamos 
¡¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!!

domingo, 11 de febrero de 2018

España, mi tierra.

“Soy un ciudadano del mundo” es una expresión que siempre me ha costado hacer mía. Es un bonito deseo, una manera ecuménica de situarse en el mundo, pero creo que desarraigada, confusa y con una pizca de falta de compromiso real (pero solo es mi impresión). Es de esas frases que suenan más a ‘quedabien’ que a postura comprometida y vinculante, creíble. Es de esas expresiones que dicen todo pero no dicen nada, como algunos y algunas que para reivindicar su amor generoso acaban profesando su amor a nadie: ‘yo amo a todos por igual’… El amor, siempre es preferencial o no lo es; quien ama a todos por igual hace de su capacidad de amar un sucedáneo, un plagio cómodo y barato, edulcorado y desencarnado. Pues algo así vivo yo con el reconocimiento de mis raíces culturales, sociales y vitales. Yo, mucho más que ciudadano del mundo, soy valenciano y español, en ese orden, por cronología, cultura, lengua paterna y lugar físico en el que realicé mis primeras inspiraciones. Mi primer llanto fue en Valencia, como mi primera sonrisa, mi primeras palabras y mis primeros enfados. Con el tiempo me reconocí español y, desde entonces, siento con agradecimiento ambas raíces de manera indisoluble.
Y digo agradecimiento y no orgullo. Pues el orgullo divide y crea bandos, secciona, intenta encumbrar y defender, comparar y confrontar, y siempre la defensa orgullosa acaba siendo una oposición a otra realidad. El agradecimiento reconoce sin comparación, acoge la propia realidad sin fragmentarla y ante todo, evidencia un sentimiento de cariño sin oposición a nada. Sí, doy gracias y me siento agradecido de ser español y valenciano (y viceversa).
En este último año y medio de mi vida he tenido que vivir en dos países Latinoamericanos y me ha tocado visitar otros tres. Cuando estás fuera, lo propio, las raíces, cobran protagonismo o, al menos, se sienten más en el día a día. Sin saberlo y sin esperarlo, un día, te caza furtivamente un sentimiento que te devuelve un aroma, un color, un paisaje, un acento o un rostro concreto y surge una gotita de añoranza de tu tierra, no en la que moras sino la que te ha dado savia y sabiduría durante los años tempranos. Te sientes crecido pero con una conciencia amplia y tenaz de tener raíces y así agradecerlas. No es orgullo, ni siquiera oportunismo, es el feliz reconocimiento de sentirte que eres parte de un legado histórico, una herencia feliz y gratuita en la que muchos de tus familiares han aportado cuanto menos, la propia vida. Eres un ser con raíces y eso te da consistencia y te hace crecer con vigor.
Me cuesta acoger, con cierto prurito piscológico incómodo, que se haga de la propia historia arma arrojadiza en vez de enriquecimiento del acervo humano, de la propia cultura motivo de enfrentamiento en vez de noble diversidad y de la propia lengua instrumento de confusión en vez de preciosa pluralidad lingüística. En ocasiones pienso que no es orgullo lo que se manifiesta (ciertamente no es agradecimiento) con estas exaltaciones nacionalistas sino baja autoestima, inseguridad vital y desprecio a la verdadera diversidad humana que no viene dada por el capricho humano ni la fuerza de los argumentos sino por la concordia que suscita al compartirla. Las culturas, como las personas, no se enfrentan, se complementan y enriquecen mutuamente.
En estos meses no me ha importado entonar el himno nacional de un país que no es el mío, sintiendo que me hacía eco de una historia y una cultura magníficas. ¡Y hasta lo he cantado con emoción! Cuando oigo los primeros acordes, me vienen rostros, paisajes, tonos, aromas y sabores. Y entonces me nace la pregunta, ¿por qué escuchar o tararear el himno nacional de España suscita malestar, enojo y hasta vergüenza en muchos lugares y a muchos españoles? ¿Es acaso España un país sin una historia, una cultura y una lengua que agradecer? Y si además es el lugar que nos ha visto nacer, crecer, madurar y crear, ¿por qué entonarlo nos expone a ser vituperados con adjetivos despectivos y de un extremismo político que nada tiene que ver con la afiliación real de muchos? Es injusto, además de ser insano e indigno. Quiero sentirme agradecido sin que eso motive el rechazo ajeno.
Estar fuera de mi contexto me ha hecho valorar y querer más a mi país. Soy español (y valenciano) y con ello no quiero negar las raíces y sentimientos de nadie, al contrario, ofrezco lo que soy como un legado agradecido a este mundo.

¡Viva la madre que nos parió! Y gracias.



https://www.thinglink.com/scene/698155806008279042

(La elección de la imagen no es responsabilidad del autor del texto. La otra parte del blog, tras releer la entrada, apuesta por un mapa cultural. Al fin y al cabo, la diversidad engrandece y enriquece).

domingo, 4 de febrero de 2018

Una gala más...

Anoche, viendo la gala, ya estaba pensando yo qué escribiría sobre ella. ¿Qué se puede decir de aquello que es soso, que pasa sin pena ni gloria, que no gusta e incluso que aburre? Ninguno de mis interlocutores de whatsapp la resistió entera. Y es que, este año, nos lo han puesto difícil a los entusiastas del cine español.

De entrada, un “no” para los presentadores. Cierto que yo no soy fan de ellos, pero ya empezaron con un ritmo muy lento, poca chispa y, en mi opinión, poca gracia. Yo eché de menos a Dani Rovira o a Corbacho, que comenzaban la gala con una fuerza y un entusiasmo que marcaba un nivel de predisposición en el espectador importante.

Hasta los estilismos, que siempre son un punto fuerte, flaquearon. Quizás estaba  condicionada ya por la dinámica de la gala, pero no puedo decir que ningún invitado ni invitada me llamara la atención significativamente. Marisa Paredes iba elegante y, de ellas, destacaría a Verónica Sánchez. Para los hombres prefiero el clásico esmoquin; por mencionar a uno de los que vistió como a mí me gusta, discreto a la par que elegante, menciono a Marc Clotet.

Sí me llamó la atención el directo de “Marlango” y la sensual voz de Leonor Watling. Para uno de mis amigos en concreto, sin duda el mejor momento de la gala.

Las películas, interesantes. Yo solo había visto “La llamada”, que aún recibió alguna estatuilla. Mi marido quiere ver “Oro”, pero yo tengo muchas ganas de ver “Handía”, “El autor” y, sobre todo, “La librería”.

¿Qué piensa una después de su enésimo café con una amiga de toda la vida o con una compañera de trabajo? ¿Qué ocurre después de una conversación telefónica cotidiana? ¿Alguien se lamenta porque no ha ocurrido nada trascendental, significativo y determinante que ha cambiado su vida? No. Es un acontecimiento más. Así me sentí yo después de la gala: ha sido una más. La número 32. De hecho, pensé un instante: ¿qué suceso significativo recuerdo yo de mis 32 años? Y se desvaneció el pensamiento antes de encontrarlo.

Sin embargo, sin esa suma de acontecimientos intrascendentes no ocurre ni se llega a valorar lo memorable. Todos los encuentros que se producen día a día con los demás no me cambian radicalmente la vida; todas las conversaciones cotidianas no me producen éxtasis variados de felicidad. Pero no cambio ni uno solo de esos momentos –y, por supuesto, ni una sola de esas personas- por algo extraordinario. Eso mismo pienso de la 32 edición de los Goya: no pasará a la historia de las galas aunque, como ocurre en el día a día con los pequeños sucesos y las palabras cotidianas, las películas que participaron sí pueden protagonizar posteriores momentos de disfrute personal y relación con los demás. ¿Quién no vive ese micromomento de felicidad compartiendo una peli disfrutada? ¿O viendo otra por recomendaciones ajenas y luego contactando con quien la ha recomendado? Yo sí. ¡Ambos! ¡Y mucho!

Pues eso. Una gala que anima a seguir viendo cine. Hecho por hombres o por mujeres, que a mí me da igual. Supongo que los que acudieron al evento, que son los cineastas, tomaron buena nota del lema de la noche, “Más mujeres”: para escribir más personajes femeninos, o nominar más trabajos hechos por nosotras, o equiparar su sueldo con el de ellos. Solo los que están allí pueden hacerlo. Y el detalle del abanico me gustó: cuanto menos, de utilidad.


Para terminar, un cartel. Cuando lo vi, ya me llamó la atención en sí mismo por varios motivos: una amiga lo tiene de foto de perfil, contiene un mensaje maravilloso y, además, me gustaría ser la chica que hace realidad uno de sus sueños: tener una librería.


lunes, 15 de enero de 2018

Deseos son amores...

Revisando otros blogs esta mañana ha resurgido la intención de escribir un compendio de buenos propósitos para el año nuevo. Pero no ha colado hacerlo tal cual, porque una quiere ser un pelín original y he visto muchas listas publicadas a lo largo de estos años en diversos medios. Quizás el propósito más genuino, por ser el menos publicitado -pensaba yo-, es seguir siendo como una es; tampoco son muy populares “seguir manteniendo con ilusión esos propósitos que llevan años sin cumplirse” y “mantener los sueños de niña que nunca, o casi nunca, se han llegado a materializar”. Uno muy famoso es “no hacerse propósitos de año nuevo porque no se cumplen”, pero pedirme ese me resulta, casi casi, antinatural por mi manera de ser. Un año nuevo, cuanto menos, es una oportunidad, y no estamos para ir desaprovechando motivaciones que nos pueden alegrar la vida.
Este año me apetece ir más al cine. La última vez que fui, con una amiga, fue pensado y hecho; a ver una peli española famosísima que tenía que ver sí o sí porque había hecho promesa. ¡Al menos llegarán los Goya y habré visto una de las nominadas!
También quiero escribir ficción. Lo intentaré con humildad y vergüenza, pero no quiero renunciar a uno de mis sueños más constantes y potentes de la infancia y madurez. ¡Ya veremos qué sale!
Me gustaría hacer algún viaje memorable, porque el 2018 será un año significativo en mi biografía, pase lo que pase. O celebrarlo con algún acontecimiento especial, no grandioso, pero sí con las personas a las que más quiero y me quieren.
Quisiera que este año me sorprenda con visitas inesperadas, hechas o recibidas; con lecturas apasionantes de las que marcan la vida; con canciones bonitas de las que me obsesionan unas semanas y no paro de escuchar y bailar. Tras ese tiempo, quedan incluidas en mi lista de éxitos de Spotify, para no arrinconarlas en el baúl de los recuerdos.
Pero lo que más deseo es tener tiempo para no hacer nada más que lo que me apetezca: un poquito de deporte, estar con mi familia, leer o ver la tele sin remordimientos de conciencia. Dormir como si al día siguiente estuviera toda la faena hecha. Salir en general, a pasear, a cenar, a comprar… ¡Y tiempo para derrocharlo! Con esas personas que llevan tantos años conmigo que, a veces, se sienten como “abandonadas” por exceso de confianza, porque tienen una amiga tan ocupada que, como mucho, responde a los whatsapp y les escribe postales de Navidad; y que esperan, como hacemos todos en los momentos complicados, que vengan tiempos mejores para encontrarnos y compartirlos. También con esas personas, desconocidas quizás, con las que repartir los dones recibidos, sin esperar nada material a cambio, pero que agrandan la vida y el corazón de una.
Por último, deseo para el año nuevo que, si no soy capaz de cumplir estos propósitos -que es probable- NO PASE NADA. Que no me canse de intentarlo cada día (¡ojalá!). Pero, si llegado el final de año, cuando eche la vista atrás, no he llegado al nivel óptimo de cumplimiento, que no sienta ni ápice de tristeza por mi fracaso; solo ganas de llenar la copa de cava y brindar de nuevo por una puerta de oportunidades que se abre.

Y puestos a desear, yo deseo sentir lo que no me atrevo a sentir, vivir lo que no me permito vivir, decir lo que esconde mi corazón, ver lo que la vista no alcanza a vislumbrar, soñar lo que es posible soñar, escribir lo que las letras encubren por pudor y, por desear, ser un poquito mejor persona de lo que fui.




lunes, 1 de enero de 2018

La visita, un año después.

Yo quería escribir ficción, pero no me sale. Así que aprovecho un texto que hace un año no gustó al primer lector, pero a mí sí. Me decía él que no se entiende pero, leyéndolo un año después, me sigue pareciendo un buen relato, porque lo voy a convertir en un cuento de estos raros que a mí me gusta leer. Imaginaos al narrador: alguien que una vez al año realiza esta acción (visitar). Y a los personajes (gente joven que es citada para esta visita y gente mayor que la recibe). El escenario, una residencia de ancianos. Y el tiempo, estas fechas navideñas que nos tocan la fibra sensible. ¡Os presento “La visita”!

Hace varios años que voy al mismo sitio, en las mismas fechas. Día arriba, día abajo, pero siempre en fechas en que la sensibilidad está a flor de piel, en que la alegría es casi obligatoria, combinada a la vez con cierta indiferencia consumista que intenta quebrarse a base de luces y adornos. En estas visitas llevo de la mano los contrastes, los polos opuestos. Y toca tirar de ellos, de los dos extremos de la misma cuerda, que no es otra que el tiempo, la vida. 

Este año no ha sido tan diferente, pero han coincidido varias sorpresas a la vez, de golpe, así como le gusta sorprender de vez en cuando al guionista de la película:

1. El número. Eran muchos, tanto de una parte del escenario como de la otra. Más que otros años. En cada sala se agolpaban, y especialmente a los artistas les costaba encontrar su lugar. Preguntaban, dudaban de la colocación idónea, pedían disculpas por rozar al compañero o girar la hoja que debían seguir… Los espectadores, sin embargo, tenían su asiento reservado, desde hacía tanto tiempo que sus memorias agujereadas ni lo recordaban. Pero al ser tantos, movían sus cabezas buscando ver mejor el espectáculo. E incluso los más avispados erguían la espalda para conseguir un buen plano del escenario.

2. El sentimiento. Tanto en un espacio como en el otro había palmas, movimiento, cantos, sonrisas, ojos iluminados… E, igualmente, se encontraban en ambos la vergüenza, la indiferencia, la risa nerviosa, la mirada perdida en cualquier cosa que no pueda devolverme humanidad, porque así es más fácil… En algunos he percibido hasta cierta hostilidad, a pesar de haberse creado un ambiente agradable.

3. La voz. Intensas en ambos foros. Voces que sabían la letra del diálogo, de la canción, y la gritaban, con intensidad, con alegría, con el entusiasmo de compartir con otros, desconocidos, ese bagaje cultural y experiencial que nos hace cómplices tantas veces a las personas, por muy distantes en el tiempo que estemos, por muy posicionados en uno u otro extremo de la cuerda. Voces que no sabían, no conocían, pero lo intentaban, bien siguiendo un papel, bien tirando del hilo de los recuerdos de la infancia. Voces que sabían y callaban. Voces que no podían. Voces que no querían y así lo manifestaban con su silencio intencionado.

4. La mirada. Sin duda, la mejor parte de la visita. Ojos jóvenes, animados, alegres. Ojos que saludan y besan, a pesar de haberse visto hace apenas unas horas. Ojos jóvenes vergonzosos, apurados, nerviosos. Ojos que no conocen, ojos obligados por las circunstancias, ojos que se encuentran y se desvían, porque la facilidad con que pueden ser leídos asusta enormemente. Ojos con experiencia, sabiendo lo que van a ver, y sin embargo algunos de ellos impresionados por un auditorio que los recibe con contrastes. Ojos cerrados, dormidos, por el cansancio del paso del tiempo; demasiado tiempo. Ojos abiertos, ávidos de novedad, sedientos de juventud. Ojos alegres, ¡muy alegres! ¡Y hasta ojos con música! Ojos tristes, desencantados, resignados. Ojos esforzándose por mostrar indiferencia y rechazo. Ojos tapados, para esconder la vergüenza. Ojos con lágrimas, de emoción y de nostalgia.

Hoy, después de tantos años, me he fijado especialmente en las miradas. Y he intentado mirarlos a los ojos a todos: a los jóvenes con quienes he ido a la residencia y a los ancianos a quienes hemos ido a visitar. Todas ellas, en apenas dos segundos, revelaban la circunstancia de cada uno, el motivo de la intensidad de su voz, la causa del sentimiento aflorado. Me he dejado impresionar, porque hay algo en común en toda esta historia: TODAS, en el fondo, eran miradas agradecidas y vivas. La vida no es solo alegría, y de esto saben tanto los jóvenes como los mayores. Esta tarde lo han puesto en común un ratito, compartiendo letras y melodías que, a pesar de la edad, unos y otros saben. Tácitamente, con pequeños gestos imperceptibles –un esbozo de sonrisa el más notorio- lo han reconocido. Y se han sentido satisfechos, apenas unas horas, por haber puesto en movimiento esa cuerda de la vida contando con el otro extremo, tan alejado, tan diferente, tan distante… Especialmente por eso ha valido hoy la pena la visita.





Como decía una amiga con la que comparto avatares literarios y vitales, toda ficción tiene algo de realidad… ¿Sería así también en el famoso cuento de Dickens?