A mí
me ocurre que, en épocas de escasez lectora, los libros leídos me alimentan el
alma. Hay etapas, como la de ahora, en que ni la mejor de las historias me
atrapa, porque el problema no lo tiene la obra o el autor; es mi
predisposición, mi cansancio, mi ritmo… que no se enganchan. Menos mal que hace
tiempo que dejé de sentirme culpable por ello, porque tengo comprobado que,
como sucede en tantas cosas en la vida, la lectura también tiene rachas.
Sin
embargo, también me pasa que las lecturas de épocas fecundas quedan como poso
en mi memoria. Y un simple recuerdo, una imagen rápida, el nombre de una calle,
la estatua de un escritor… despiertan sensaciones tan intensas, datos tan
concretos -¡y yo que los creía ya olvidados!- que revivo de nuevo la historia
con detalles que, quizás, hasta la mejoran. Esté donde esté me vienen a la
cabeza esos momentos mágicos de lectura cotidiana, de los que no solemos ser
conscientes cuando ocurren: “la leí en la facultad, en tal asignatura; la tenía
que leer por las noches o en el tren. Lo comentaba con María, o me lo recomendó
Pilar. ¡Me encantó! O ¡fue un rollo! Es un relato mítico al modo de La Odisea, o descubrí al escritor por
casualidad en tal librería”.
Son
esas sensaciones las que también nos configuran como lectores. A pesar de la
falta de tiempo o de ganas, los libros leídos llenan esa alma cansada,
insatisfecha o rabiosa por la aparente indiferencia ante un relato o un poema.
El truco es no dejar de leer. Ser persistente. Ser constante. Porque, como dice
mi nuevo amigo portugués, nuestra vida (la de lectores también) aún está por
concluir. Pero, para que empiece de nuevo la pasión arrebatadora con un libro, el
travieso Cupido nos ha de sorprender leyendo.
O ar que respiro, este licor que bebo
Pertencem ao meu modo de existir,
E eu nunca sei como hei de concluir
As sensações
que a meu pesar concebo.
Três sonetos, I, Álvaro
de Campos (Fernando Pessoa).
¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!