Los
veranos, entendidos a modo tradicional como “vacaciones”, cumplen distintas
funciones en la vida de las personas. Básicamente se trata de un tiempo de
paréntesis anual, en el que uno deja de realizar sus tareas habituales para
desempeñar otras diferentes. Cierto es que hay denominadores comunes en estos
periodos a cualquier edad, ya que cambiamos el ritmo de los acontecimientos
diarios (en mi caso, tan solo el ir y venir ya supone una disminución del gasto
de las suelas de las zapatillas de andar por casa), solemos dormir más
(¡algunos días hasta más de 8 horas!) y dedicamos gran parte del tiempo -o
alguna parte de él, según las posibilidades- a actividades que durante el resto
del año no podemos realizar, o no con la frecuencia que queremos (recurriendo a
un clásico-básico, esto podría ejemplificarse con algo como “estar con los
amigos”, ya que a todas las edades, por mucho que los veamos durante el año,
siempre quieres estar más con los
amigos).
Algunos
años, especialmente a los adultos, parece que los veranos nos pasan sin pena ni
gloria. De niños no. Siendo adolescentes tampoco. En estas épocas los veranos
son maravillosamente eternos; tanto, que da incluso da tiempo a aburrirse. A
veces recuerdo con nostalgia tres meses de vacaciones. ¡Y hasta tres meses y
medio cuando la facultad empezaba en octubre! Lo pienso con cara de emoticón
lacrimoso… ¡esos sí eran veranos como Dios manda! Lectura, sueño, televisión,
fiesta, playa, amigos, viajes, relax, rezar, desconectar, salir de marcha,
campamentos, deporte… ¡daba tiempo a cocinar el estío con todos los
ingredientes! Y yo que anhelaba hacerme mayor… ¡Cuánta prisa tenemos a veces en
crecer y vivir la siguiente etapa, sin darnos cuenta de que la que vivimos
ahora es estupenda justamente por eso, porque es la de ahora!
Pero
las cosas cambian radicalmente cuando, de un año para otro, hay un mes de
vacaciones. Perdón, rectifico: con suerte, hay un mes de vacaciones. Y, con más
suerte, se disfruta todo en los meses de calor. Porque, con mayor fortuna aún,
se tienen vacaciones porque se trabaja. Es en ese punto vital cuando cambia el
concepto de “verano”; al menos, es lo que a mí me ocurrió. La reducción de
tiempo de descanso supone al principio una especie de agobio mayor que el que
se vive durante el año, por la urgencia de exprimir al máximo el tiempo. Se
planifica con tanta intensidad que resulta agotador. Viaje de tantos días,
celebraciones familiares (quién no tiene una festividad popular que celebrar
con los de casa, un cumpleaños u onomástica señalada que reúna a los más
posibles en torno al celebrante), varios días de playa o piscina, escapadas
furtivas de pocos días en pareja o en solitario, cenas o comidas para
reencontrarse con los habituales o los esporádicos. ¡Ah! Y un poquito de tiempo
para estar en casa porque he de hacer tales o cuales cambios.
Con
personas a tu cargo la cosa se complica, y más si el cargo va por temporadas.
Con más gente con quien consensuar también (véanse las denominadas “vacaciones
en grupo”). Con menos días (algunos amigos y conocidos solo pueden disfrutar
vacaciones en semanas alternas) empieza a ser realmente difícil, por no hablar
del impedimento que pueda suponer para todos los casos el tema económico.
Al
final, disfrutadas diversas modalidades de vacaciones estivales, una se
conforma con unos mínimos imprescindibles, atemporales, pero vividos con
intensidad máxima:
1.
Dormir: innegociable. No digo más.
2.
Disminuir el ritmo vital, si es posible a un adagio o andante, mejor que un moderato.
A partir de ahí ralentizando siempre. Y si se puede, sin reloj en la
muñeca.
3.
Personas: compartir un tiempo de calidad con los
que tienes cerca especialmente (una comida sin televisión, un paseo sin
finalidad ninguna, una cena con tertulia hasta altas horas de la madrugada, una
conversación telefónica como cuando no existía el whatsapp…). Y también con los
que tienes lejos (quedadas anuales, reencuentros con los veraneantes de la
zona, etc.).
4.
Aficiones: este verano cuatro. Deporte (¡quién
me ha visto y quién me ve!). Lectura (he terminado con buen sabor de boca El joc dels tres, de Davit Marchuet y
estoy con Sinhué el egipcio, de Mika
Waltari. Por supuesto, los comentarios pertinentes con el escritor o la amiga
que me lo regaló). Cine (algunos clásicos como La gata sobre el tejado de zinc y Cayo Largo, y otras películas más actuales como Orgullo y prejuicio y Alicia a través del espejo). Música
(conciertos que se prolongarán hasta el final del verano –en septiembre veré
por segunda vez a Amaral en directo-
y música reproducida en cd o distintas plataformas digitales –el Spotify y sus listas siguen triunfando
mucho en mi vida a pesar de algunos “devotos” de Youtube-).
¿Lo
mejor de todo? Que nada de esto es productivo. Se hace, simplemente, por
disfrutarlo. Esta mañana le escribía a una de mis mejores amigas:
-“Mola hacer cosas totalmente intrascendentes
y sin demasiadas repercusiones”.
Ella
me respondía:
-“Es imprescindible.
La
mente descansa.
Y el
cuerpo también”.
¡Eso
es! Ahí está el truco infalible de unas buenas vacaciones, de cualquier tipo y
condición: “la mente descansa y el cuerpo también”. A punto de terminar este tiempo, ya terminado
o a puertas de iniciarlo, este es el deseo resumido en tres mensajes de whatsapp.
¡Disfrutemos de lo que queda! De ese modo viviremos mejor lo que está por venir ;-).