Hace
tiempo que me enteré de que esto iba a ocurrir. Al principio lo viví a través
de la alegría de algunas personas cercanas, como cuando tengo algo próximo pero
que ni tan siquiera me roza al pasar por mi lado. Mera espectadora de acontecimientos.
Me parecía algo grande, algo que traería cola, un acontecimiento que debía de
ser importante y de gran magnitud, pero de ahí no pasó. Yo lo vería por la
tele, leería reseñas en prensa, estaría relativamente pendiente en las redes
sociales, me enviarían alguna foto (porque, por la emoción de algunos de los de
mi alrededor, me llegarían seguro) o, quizás, como mucho, me acercaría alguna
tarde a ver qué era eso… En fin, como he dicho, vería los toros desde la
barrera.
Lo
tenía clarísimo. No veía otra opción. Tampoco me obsesionaba, pero cada vez que
oía hablar del evento cierta tristeza me hacía sonreír de esa forma en que lo
hago cuando pienso “ojalá yo también pudiera, pero es imposible”. “Participaré
de la previa (léase Luces en la ciudad,
Valencia, edición de 2015), ya que otras veces he ido, pero en el
acontecimiento principal yo no estaré. No puedo estar”.
Y
así sucede tantas veces. Cuando yo niego, Dios afirma. Y es curioso cómo va
buscando la forma de cambiar mi enunciación…
Un
lunes a todos los efectos (¡cuánto cuesta arrancar la semana, por favor!).
Primera reunión del día: tres chicos de fuera vienen a presentar el evento a mi
lugar de trabajo. Se necesitan espacios, personas, medios, recursos… Esto del
Encuentro Europeo de jóvenes es una movida considerable. Y parece que va en
serio. Mi colegio es sede de acogida el primer día, por lo que va a tener que
pringar con todas las letras de la palabra. Y yo estoy allí, y lo oigo, y me
cuentan, e incluso participo en la reunión. Y sigo pensando “ojalá yo hubiera ido
a Taizé alguna vez y entendiera bien lo que aquí se está cociendo, por qué
tanta gente que conozco está tan contenta y tan dispuesta. Ojalá yo también
pudiera”.
Entre
muchas cosas, piden familias que acojan a los jóvenes que vendrán a mi ciudad 5
días. Y, por un segundo, yo me digo que la mía podría ser una de ellas. Pero,
claro, ¿cómo plantearlo en casa? ¿Cómo meterte dentro de tu espacio íntimo a
dos o tres personas que no conoces de nada y encima para Nochevieja? Solo veo
inconvenientes (no vivo cerca del colegio, la casa es de mis padres, qué hacer
con los niños…) Pero, cuando me atrevo a verbalizar, bastante nerviosa, mis
deseos en casa (con un “siéntate que tenemos que hablar” en plan serio), Dios
me pone enfrente a un marido que me dice que sí; así, sin más. No hace falta
enumerar todos los argumentos que yo había preparado, ni enfadarme, ni rogar,
ni hacer chantaje emocional como los niños… Discurre una conversación
tranquila, en la que hablamos de qué es Taizé, de mi ilusión, de nuestra
disponibilidad, de horarios, de sitio, de los niños, de una nochevieja
diferente. Ya está. Yo negaba, Dios y él afirmaron.
Y
aquí estoy, rellenando la ficha de acogida para el gran evento del próximo mes.
Y es que será la primera vez que venga a mi casa gente que no conozco. Que abra
las puertas a alguien que no sé quiénes son. Que pase un fin de año con algunos
amigos con quienes no suelo compartir esas fechas. Y con muchos desconocidos,
claro. Hasta mis hijos, cuando se lo contamos, se alegraron sobremanera. Aún no
sé por qué tanta alegría, si se supone que no entienden bien lo que ocurre,
pero ellos lo esperan como si de una gran visita y de un gran acontecimiento se
tratase (y, en el fondo, así es).
En
este momento ya estamos en la segunda fase: concretar y organizar cómo va a ser
realmente la acogida. Tanto desde la parroquia como desde el colegio. Con
reuniones, cenas, llamadas, etc. Parece una auténtica proeza, pero yo confío en
que Dios siga afirmando y nosotros, haciendo.
Todo
esto me ha hecho caer en la cuenta de algo que no conocía de mí misma: a veces
descarto los grandes deseos. El motivo principal es que los veo irrealizables,
bien por elevado coste económico, porque no dependen solo de mí, porque creo
que no voy a ser capaz, bien porque ya se me ha pasado el arroz o porque
realmente son imposibles de conseguir y no quiero frustrarme… Pero esta vez he
querido intentarlo. ¡Y menos mal que lo he hecho! Porque, creciendo creciendo,
una también aprende que algunos trenes no pasan dos veces, que somos capaces de
más de lo que creemos, que nos rodea gente maravillosa dispuesta a ayudarnos a
cumplir nuestros grandes deseos e incluso a vivirlos con nosotros. Y, solo por
tener ilusión, por compartir inquietudes, por construir proyectos y trabajar
codo con codo con quienes tienen ese mismo gran deseo, vale la pena. Si luego
no sale, siempre se puede arrimar el hombro y llorar juntos (que también
reconforta y hace crecer).
¡Con qué
alegría se lee el deseo cumplido de una persona! ¡Cuánta pena se condensa en la
silenciosa frustración de los deseos de tantas personas! ¡Pero el deseo siempre
es motor de vida! Quizá no nos han enseñado a desear, ni siquiera a acoger los
deseos que vienen furtiva e intensamente sin que lo preveamos. Un deseo es una
semilla cargada de futuro, pues mueve nuestra vida y la anticipa ante un bien
deseado, esto, nos hace ponernos en camino, despierta sentimientos adormilados
por la rutina y extrae la vitalidad condensada en reductos desconocidos de
nuestro corazón. ¡Desea!
Fecha intencionada de publicación: 5 de noviembre de 2015