Acabo de notar que me hago mayor. Es una sensación casi imperceptible, que quiere pasar
desapercibida, que se resiste a manifestarse en mi consciencia, que se deja
caer de vez en cuando y me sacude los pies. Mentira: me sacude el corazón,
más bien. Después pasa al cerebro, en una milésima de segundo, que a mí se me antoja a veces una era completa de la
prehistoria.
Me deja atónita, sorprendida, con los ojos y la cara extrañada:
“Perdona, ¿es a mí?” Pues sí, es a ti, bonita. ¿Por qué yo, si en el fondo me siento de 25 a pesar de tener
unos cuantos más? Y empieza
entonces el trabajo de regresión, de permeabilizar esa sensación, de saber por qué, de justificar qué está ocurriendo. Y ya he caído en la trampa: primer síntoma de ser mayor. Tratar de entenderlo todo
conscientemente. Esto me lleva automáticamente al segundo: autocontrol. “A
ver, ¿qué está pasando aquí?
¿Por qué tengo esta desazón?”. Y es que todo debe estar bajo control, porque si
no la cosa se desmadra y con el caos funciono peor. Por supuesto, debo
funcionar. No puedo permitirme el lujo de no funcionar. Ahora no (¿cuándo sí, me pregunto?). Tercer síntoma.
Horror.
Debo funcionar porque no queda otra. La casa, la familia, el trabajo,
la hipoteca… Grandes tópicos de la vida adulta de cualquiera. Los he
instalado en mi vida. ¿Sigo contando síntomas? Mejor no.
En esos momentos de lucidez regresiva detecto varias cosas
interesantes que me hacen sospechar la causa del problema. Ahora prefiero la
calidad a la cantidad: en lugares, personas, situaciones, vivencias… También en cosas más banales como el cine, lecturas, ropa, decoración, viajes. Me va fascinando poco a poco la belleza,
en el sentido platónico de la
palabra. Reacciono ante lo que a mí me parece bonito, siendo consciente de la
subjetividad de la estética. Y me encuentro más a gusto en un ambiente relajado, tranquilo,
ordenado… Pues sí, la serenidad me va cautivando por momentos. ¿Quién me lo iba a decir? A mí, que soy veneno puro y la personificación de la cafeína -después de mi querida hermana, claro-…
Otra cosa que me deja petrificada cuando ocurre y me constata el gran
temor es el cumplimiento de la peor de las pesadillas de adolescente: ¡ser como mi madre! La repetición de hábitos, costumbres, manías y hasta palabras corrobora uno de los peores
vaticinios populares de la historia de la humanidad: parecernos a nuestros
progenitores. ¡Es que hasta
me paraliza la acción! Y, sin tapujos, los cito como autoridad en
cualquier materia doméstica y vital ante mis hijos. No hay más. Porque lo dicen o lo hacen los abuelos. Y así es y punto. ¡Señor! ¡Qué mal pronóstico me espera!
Sin embargo, para contrarrestar esta situación que me cae como una bomba en la consciencia, busco
alternativas rápidas y fáciles: un café con las amigas, planes de cena y de marcha (si
aguantamos con este ritmo vital que llevamos, por supuesto), hacer algo de
deporte, buscar fotos en el baúl de los recuerdos (pues ahora me veo mejor, la
verdad), ir de compras (infalible aun en su mínima expresión tradicionalmente llamada mirar escaparates), un rato de lectura interesante, blogs culturales
y otros no tanto… En fin,
paliativos para los síntomas de la enfermedad.
Y es que a pesar de la sensación inicial, de las manifestaciones varias de la edad,
del inexorable paso del tiempo y los mecanismos de camuflaje, una se pone seria
consigo misma e intenta rescatar su esencia: sigo positiva ante casi todo, con
cierta inocencia, me impresiono fácilmente, me cuesta controlar mis emociones, sobre
todo aquellas que me origina el roce vital con los que me rodean, y aún no he aprendido a disimular con credibilidad mi
estado de ánimo. No
consigo tomarme del todo en serio mi vida y me río mucho, porque aún veo determinadas situaciones como un juego. Cuando
estoy triste, parece que se vaya a acabar el mundo, y debo hacer un esfuerzo
considerable por tomar las riendas de la situación: distanciarme del suceso y verlo con objetividad,
para poder analizarlo y solucionar la cuestión de la mejor manera posible. Vuelvo, pues, a ser
adulta.
¿Solución? No pensar.
“No me va, lo siento”. No me vale en absoluto. Algo de adulta que sí me agrada: la seguridad en mí misma. No me gusta algo y no lo acepto porque sí.
Solución 2:
potenciar la parte menos adulta de mí misma. “Tampoco quiero”. Lo he probado y no me satisface. Me siento rara
forzando reacciones, situaciones y hasta gustos que ya no me salen de forma
natural.
Tercera propuesta: resignarme a lo que hay. Lo siento, pero no es mi
estilo. No combina bien con mi personalidad. Esta vez a la tercera no va la
vencida.
Una cuarta: ser niño una vez más. Sin mirar atrás y
ciegos al cruzar, nos lanzamos a una aventura con sabor a inconsciencia. Es
peligroso, como toda la infancia, pero desempolva vitalidad escondida. El signo
de la aventura lo dictará desde lejos, como espectador, el adulto relegado. Es
fascinante rebozarte por el suelo y el barro en medio de una lucha de
cosquillas con otros infantes iguales. O mojarse un día de lluvia a moco
tendido chapoteando con descaro en los charcos. Enamorarte perdidamente y
sentir el vértigo de la vida que te lleva tres kilómetros de distancia.
Conquistar una cima como reto, una travesía a nado o una provocación física
tentado por otro adolescente incipiente. Hincharte a decir barbaridades sin
pudor, rodeado de un corifeo que alienta con sus carcajadas en sintonía. Perder
el tiempo leyendo El Principito, retomar algún volumen de 'los Cinco' o
acabarte un Astérix en el baño. ¿Y por qué no? Pasarte una tarde tirado en el
suelo de tu casa recomponiendo escenarios de los 'clicks' (no Playmobil) o
cambiando vestidos a la Nancy. Y si hay quórum, echar una noche un ´beso,
verdad o atrevimiento' o la siempre socorrida 'botella' (que nada tiene que ver
con el botellón).
En mi opinión, y aunque quizás haya más soluciones, solo me queda una alternativa ecléctica, que no siempre es fácil: ser consciente de que esto ocurre, aunque no me
guste. Como tantas cosas en la vida. Aceptarlo, aunque en ciertos momentos me
cueste. Y maridarlo, como un buen vino con un buen entrecot. Por último, disfrutarlo y aprovecharlo, porque en otros
momentos de lucidez personal, que no suelen coincidir con los anteriores, me
doy cuenta de que esto es realmente
maravilloso: a pesar del paso del tiempo y de ir haciéndome mayor, aún estoy creciendo y aprendiendo, conociéndome y moldeándome; aceptándome y queriéndome. Como dice una buena amiga, solo volvería atrás sabiendo lo que sé. Y como eso es imposible, con toda mi historia sigo
adelante, caminando con la mochila medio llena ya y medio vacía
aún, con ánimo y ganas de ir llenándola, sin necesidad de cambiarla ni esconderla. Con
el ritmo que marque la vida y el compás que marque mi estilo. No necesito nada más.
(Fecha de publicación original: 11 de julio de 2015)
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