Hay un refrán castellano que reza: “A río
revuelto, ganancia de pescadores”. Los que nos hemos dedicado a las artes del
mar, sabemos que las aguas tranquilas y cristalinas fácilmente desenmascaran el
engaño, por fino que sea el nailon y por más que se disimule el anzuelo
ensartando convenientemente al sufrido gusanito; se hace complicada la pesca.
Pero el día que trae el mar de fondo olas y corriente intensa, provoca un agua
densa y embarrada repleta de nutrientes que acerca a los peces a la costa y
que, distraídos entre las miles de pequeñas partículas de todo, camuflan a la
perfección la trampa final del sedal.
Vivimos días de ‘río revuelto’
religioso y más de un pescador oportunista y nada inocente, comienza a lanzar
mensajes sibilinos enmascarados por los atroces y duros acontecimientos. La
primera afirmación sin paliativos: un dios que requiera la muerte atroz de
inocentes pierde toda legitimidad y carece del menor respeto, piedad y
fidelidad. El Dios de Abraham (que es el Dios de judíos, musulmanes y
cristianos) ya le dejó bien claro a nuestro anciano padre en la fe, que no era
un Dios que quisiera sacrificios humanos, con el hermoso pasaje, mal llamado,
del sacrificio (fracasado) de Isaac. Todo lo que derivará a partir de entonces
es una propuesta de vida, convivencia, libertad, alianza, fraternidad…
amalgamada con categorías humanas y relecturas contextuales de aquellas gentes
concretas (como si quisiéramos entender ‘al pie de la letra’ una crónica
radiofónica de un partido de fútbol –inténtenlo, es tremendamente divertido-).
La gran diferencia entre
judíos y musulmanes con los cristianos es la aparición de Jesucristo, como
verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre, lo que ha permitido, condicionado
por los hombres y mujeres de cada tiempo y sus circunstancias históricas, que
el cristianismo no pierda un ápice de su referencia al Dios Misterio de
Abraham, pero tampoco aprenda a caminar sin la necesaria ‘carne humana’ de cada
momento y lugar, expresión humana singular.
Los siglos han sido testigos
de muchas malinterpretaciones de este Dios, tantas como personas se han
acercado a Él. En su nombre se han dado atrocidades, animado injusticias,
declarado guerras… mientras Dios permanecía asombrado y silencioso, respetando
hasta lo inaceptablemente humano: la libertad. Solo Dios puede soportar tanto.
Y los cristianos hemos tenido en Jesucristo el verdadero rostro, icono, faz de
Dios mismo. No solo nosotros, sino cualquiera. No conozco a nadie que habiendo
conocido de cerca a Jesús de Nazaret no haya quedado cuanto menos interrogado.
Jesús, como mínimo, suscita respeto, la única actitud humana que podría
traernos la convivencia universal de las personas: el respeto.
No pretendo evangelizar a
nadie, ni hacer una prédica oportunista o demagógica. No es mi intención meter
a todo el mundo en el saco de los creyentes sin respetar que cada uno exprese,
sienta y crea o no en lo que quiera. Lejos de mí el intentar hacer ver que
todas las religiones son lo mismo (pues cada una responde a unas mediaciones y
desarrollo histórico que la configuran y caracterizan). Solo quiero
desenmascarar a los oportunistas tóxicos que, aprovechando la total
desfiguración (por saturación o por escasez de fidelidad) de lo religioso,
acusan a las religiones de ser las causantes de los conflictos humanos. Por más
desfiguraciones que haya, es muy superior el bien, la belleza, la verdad, la
fraternidad, la solidaridad, la paz, la misericordia… que está suscitando y
provocando la fe religiosa en el mundo que, como todo lo realmente valioso,
siempre emerge de manera discreta, sencilla y silenciosa; quieran algunos o no,
son menores el mal y el horror ruidoso que generan sus deformaciones. Por eso,
junto a una lucha necesaria contra estas manifestaciones bastardas de lo
religioso, se hace todavía más necesaria, una valoración y cultivo de la fe en
Dios que suscita seres humanos capaces de cualquier cosa por amor. Se puede ser
buena persona sin creer en Dios, pero la fe, facilita el amor.
Y a esos oportunistas que
dejan caer sus afirmaciones contra las religiones como dardos envenenados, les
sugiero que prohíban el consumo de chocolate para que no haya obesidad; el de
cerveza para que no haya alcohólicos; el de marisco para evitar la gota; el
consumo de sal para evitar las enfermedades cardiovasculares… (¡y a ver con qué
se quedan!) Igual acaban prohibiéndose a sí mismos.
16 de enero de 2015 (fecha original de publicación)
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