Yo quería escribir ficción, pero no me sale.
Así que aprovecho un texto que hace un año no gustó al primer lector, pero a mí sí. Me
decía él que no se entiende pero, leyéndolo un año después, me sigue pareciendo
un buen relato, porque lo voy a convertir en un cuento de estos raros que a mí
me gusta leer. Imaginaos al narrador: alguien que una vez al año realiza esta
acción (visitar). Y a los personajes (gente joven que es citada para esta
visita y gente mayor que la recibe). El escenario, una residencia de ancianos.
Y el tiempo, estas fechas navideñas que nos tocan la fibra sensible. ¡Os
presento “La visita”!
Hace
varios años que voy al mismo sitio, en las mismas fechas. Día arriba, día
abajo, pero siempre en fechas en que la sensibilidad está a flor de piel, en
que la alegría es casi obligatoria, combinada a la vez con cierta indiferencia
consumista que intenta quebrarse a base de luces y adornos. En estas visitas
llevo de la mano los contrastes, los polos opuestos. Y toca tirar de ellos, de
los dos extremos de la misma cuerda, que no es otra que el tiempo, la
vida.
Este
año no ha sido tan diferente, pero han coincidido varias sorpresas a la vez, de
golpe, así como le gusta sorprender de vez en cuando al guionista de la
película:
1.
El número. Eran muchos, tanto de una parte del escenario como de la otra. Más
que otros años. En cada sala se agolpaban, y especialmente a los artistas les
costaba encontrar su lugar. Preguntaban, dudaban de la colocación idónea,
pedían disculpas por rozar al compañero o girar la hoja que debían seguir… Los
espectadores, sin embargo, tenían su asiento reservado, desde hacía tanto
tiempo que sus memorias agujereadas ni lo recordaban. Pero al ser tantos,
movían sus cabezas buscando ver mejor el espectáculo. E incluso los más avispados
erguían la espalda para conseguir un buen plano del escenario.
2.
El sentimiento. Tanto en un espacio como en el otro había palmas, movimiento,
cantos, sonrisas, ojos iluminados… E, igualmente, se encontraban en ambos la
vergüenza, la indiferencia, la risa nerviosa, la mirada perdida en cualquier
cosa que no pueda devolverme humanidad, porque así es más fácil… En algunos he
percibido hasta cierta hostilidad, a pesar de haberse creado un ambiente
agradable.
3.
La voz. Intensas en ambos foros. Voces que sabían la letra del diálogo, de la
canción, y la gritaban, con intensidad, con alegría, con el entusiasmo de
compartir con otros, desconocidos, ese bagaje cultural y experiencial que nos
hace cómplices tantas veces a las personas, por muy distantes en el tiempo que
estemos, por muy posicionados en uno u otro extremo de la cuerda. Voces que no
sabían, no conocían, pero lo intentaban, bien siguiendo un papel, bien tirando
del hilo de los recuerdos de la infancia. Voces que sabían y callaban. Voces
que no podían. Voces que no querían y así lo manifestaban con su silencio
intencionado.
4.
La mirada. Sin duda, la mejor parte de la visita. Ojos jóvenes, animados,
alegres. Ojos que saludan y besan, a pesar de haberse visto hace apenas unas
horas. Ojos jóvenes vergonzosos, apurados, nerviosos. Ojos que no conocen, ojos
obligados por las circunstancias, ojos que se encuentran y se desvían, porque
la facilidad con que pueden ser leídos asusta enormemente. Ojos con
experiencia, sabiendo lo que van a ver, y sin embargo algunos de ellos
impresionados por un auditorio que los recibe con contrastes. Ojos cerrados,
dormidos, por el cansancio del paso del tiempo; demasiado tiempo. Ojos
abiertos, ávidos de novedad, sedientos de juventud. Ojos alegres, ¡muy alegres!
¡Y hasta ojos con música! Ojos tristes, desencantados, resignados. Ojos
esforzándose por mostrar indiferencia y rechazo. Ojos tapados, para esconder la
vergüenza. Ojos con lágrimas, de emoción y de nostalgia.
Hoy,
después de tantos años, me he fijado especialmente en las miradas. Y he
intentado mirarlos a los ojos a todos: a los jóvenes con quienes he ido a la
residencia y a los ancianos a quienes hemos ido a visitar. Todas ellas, en
apenas dos segundos, revelaban la circunstancia de cada uno, el motivo de la intensidad
de su voz, la causa del sentimiento aflorado. Me he dejado impresionar, porque
hay algo en común en toda esta historia: TODAS, en el fondo, eran miradas
agradecidas y vivas. La vida no es solo alegría, y de esto saben tanto los
jóvenes como los mayores. Esta tarde lo han puesto en común un ratito, compartiendo
letras y melodías que, a pesar de la edad, unos y otros saben. Tácitamente, con
pequeños gestos imperceptibles –un esbozo de sonrisa el más notorio- lo han
reconocido. Y se han sentido satisfechos, apenas unas horas, por haber puesto
en movimiento esa cuerda de la vida contando con el otro extremo, tan alejado,
tan diferente, tan distante… Especialmente por eso ha valido hoy la pena la
visita.

Como
decía una amiga con la que comparto avatares literarios y vitales, toda ficción
tiene algo de realidad… ¿Sería así también en el famoso cuento de Dickens?